Me aparté del cuerpo de mi padre ya inerte que cayó sobre mí y escapé.
Corrí con todas mis fuerzas, subí las escaleras y entré en primer lugar en el que me ví a salvo.
Me faltaba el aire, me dolían los gemelos y tenía la boca seca.
Descansé brevemente entre varios abrigos que colgaban desde algo más arriba de mi cabeza.
Apreté los ojos mientras millones de gotas brotaban de mi sudoroso y agitado cuerpo.
Llegó el silencio.
Poco tiempo después abrí los ojos y todo seguía oscuro.
A pesar de la aparente y falsa tranquilidad, yo me mantenía alerta e intentaba ver por la pequeña rendija del armario en el que me encontraba escondido, pero no había rastro de esa sombra que me perseguía y que mató a todos los míos.
No me atrevía a moverme, ni salir de ahí, no fuera que me descubriese.
Respiré lento, tragué mucha saliva, retuve mis lágrimas y ahogué mis gritos intentando sobrevivir.
Hice un sobresfuerzo por mantenerme impasible, pero poco a poco volví a escuchar esos chirridos metálicos que tanto me atormentaban y que me hicieron sudar de terror.
Supe entonces que estaba cerca, buscándome y que probablemente me quedaban pocos segundos de vida, pero luché forzosamente contra todos mis sentidos para mantenerme lo más invisible posible.
Pero a pesar de todos mi esfuerzos y mis súplicas continuas, dio con mi posición.
Ya que se abrió de golpe la puerta de mi escondite, dejándome al descubierto y expuesto ante mi enemigo.
Entonces empecé a temblar, mis músculos se tensionaron y mis ojos suplicaron clemencia.
Y aunque me pegué lo más atrás posible de ese pequeño espacio para crear algo de distancia entre nosotros, fue en vano, ya que sentí de repente cómo sus cuchillas desgarraban mi piel y se introducían en mis tripas, partiéndome en dos.
Ahí me fui quedando sin voz, sin aliento, sin sentido, sin aire, sin vida...
Pero antes de que me desvaneciera del todo, mi alma me abandonase y con las pocas fuerzas que me quedaban, alcé mi mano, agarré la máscara que cubría su rostro, se la arranqué de la cara y fallecí descubriendo que su identidad no era otra de la que yo ya sospechaba.
¡Era ella!
¡Siempre fue ella!
¡Impasible, vengativa, atormentada!
Y aunque ya no podría decírselo a nadie, ni delatarla, supe que me moriría sabiendo que tuve razón desde un principio.
Entonces se acercó dulcemente a mí, me levantó la barbilla, me besó y me robó el último halo de vida, manteniendo sus labios pegados a los míos por segunda vez.