Mi nombre es Mariola, tengo 30 y estoy en búsqueda de empleo. Una noche del 31 de Octubre eran las 1:30 a.m. y tomé el último metro de la línea 10 desde Madrid a Alcorcón.
Lo que más me asombró del metro cuando llegó a la estación es lo vacío que iba, no había nadie dentro ni esperando tampoco para montarse. En realidad el último vagón había un anciano que llevaba una túnica negra con capucha que impedía verle la cara.
Súbitamente, el anciano se puso en pie de un salto, con una agilidad impropia a su edad. Sacó un cuchillo con una hoja de 30 cm. Se dirigió caminando hacia mí con la cabeza gancha bajo la capucha arañando con el cuchillo las metálicas paredes del vagón haciendo saltar chispas.
Comencé a gritar tan fuerte que la garganta me dolía como si me hubiese clavado el cuchillo en ella. Me escapé corriendo hacia el siguiente vagón, gritando aún más al ver que el anciano no se detenía. El corazón se me iba a salir del pecho, las piernas y los brazos me hormigueaban y un sudor frío recorría mi espalda.
No se detenía. Pareciera como si quisiera afilarlo o algo por el estilo antes de asestármelo en el cuerpo.
Me tropecé con los tacones y me caí, momento que aprovechó el abuelo para aligerar el paso estando apenas a 7 metros de mí. Me levanté temblando como un flan. Le arrojé los zapatos, pero no acerté.
Continué corriendo descalza hacia el primer vagón. Aporreé la puerta del conductor con brío, pero no hubo respuesta. Agarré el pomo de la puerta y tiré con todas mis fuerzas y abrí. El conductor tenía la cabeza apoyada sobre el volante con un enorme tajo en el cuello por el cual salía sangre a borbotones.
Cuando me giré para ver si venía el viejo encapuchado, ya le tenía cara a cara delante de mí. Un enorme calambre recorrió todo mi cuerpo, abrí la boca para gritar y solo una voz ahogada. Notaba como todo se iba apagando mientras caía desplomada al suelo sin haber sido apuñalada aún.
Cuando abrí los ojos me encontré tumbada en el suelo de una estación de final de trayecto, con un cojín bajo la cabeza y una manta encima. El viejo sin cucha y el conductor “degollado” me miraban sonrientes.
- ¿Qué pasa aquí? ¿Estoy muerta? ¿Quiénes sois?- Pregunté muy confusa.
- Tranquila, chica.- Me sosegó el abuelo.- Soy Pedro Gutiérrez, encargado del consorcio de transporte regional.- Y este es Miguel.
- ¡No entiendo nada! – Grité totalmente “rayada”.
- Ruego que nos perdones a mi compañero y a mí.- Se disculpó Pedro.- ¿Recuerdas que opositaste para ser conductora de metro?
- Así es.- afirmé sin entender.
- Pues ¡enhorabuena!- Me felicitó.- Has aprobado el examen y has superado el simulacro de situaciones límites abordo. El lunes a las ocho te quiero en mi despacho para comenzar con las prácticas de conducción del metro.
FIN