Mi hija camina feliz y despreocupada. Yo, en cambio, no puedo dejar de pensar si habré cometido algún error.
Desde que su madre nos abandonó, he tenido que criarla yo solo y admito que no ha sido fácil para mí. Me costó mucho afrontar que no iba a tener nadie a mi lado que me ayudara a saber si mis decisiones serían las correctas. Pensaba que habría cosas que una niña hubiera preferido hablar con una madre pero he de reconocer que en los momentos en los que más perdido me encontraba, fue ella la que se comportó como si fuera el adulto de la casa y se esforzó en lograr que yo saliera de ese pozo de angustia en el que me encontraba.
Recuerdo que cuando nos mostraron la ecografía y nos dijeron que lo que había ahí dentro era una niña, salió el imbécil que, a menudo, habita en mí y me sentí decepcionado porque deseaba que fuera un niño. La tontería me duró lo justo. Desde el momento que la tuve en mis brazos por primera vez, supe que aquel ser se convertiría en todo mi mundo.
La veo tan contenta que debería ser suficiente para estarlo yo también. En cambio, a cada paso que damos mi corazón se va encogiendo cada vez más; tanto que me duele.
La observo haciendo equilibrios sobre una raya pintada con tiza en el suelo mientras canturrea una absurda canción que nos inventamos hace ya mucho tiempo y cuyo significado sólo podemos entender ella y yo.
Gira la cabeza, me mira y me dedica una sonrisa manteniendo, al mismo tiempo, la pose de gran equilibrista como si debajo de esa raya blanca le estuviera esperando un abismo infinito. Yo, intento devolvérsela pero lo que surge, sin pretenderlo, es una estúpida lágrima.
Se acerca, me da la mano y me dice: ”No te preocupes, papi. Todo está bien”.
El paseo se acaba. Estamos llegando al final del camino. Me pide que me agache para regalarme un último beso con sabor a amor y a despedida. Vuelve a cantar nuestra canción mientras recorre los últimos metros hasta la puerta del cementerio.
Al otro lado, su madre le espera con los brazos abiertos.