El ancianato no estaba mal, era un trabajo fácil, no digamos que divertido pero pasable. Tampoco podía aspirar a más por lo que me pagaban. Tal vez debía sentirme agradecido: no es fácil para un tipo como yo conseguir trabajo y menos con mis antecedentes por tráfico de drogas, que me habían regalado unas vacaciones a la sombra durante un par de años.
No, no estaba mal el ancianato. Lo más duro era por las mañanas, cuando había que levantar a los viejos, ducharlos, cambiarlos, vestirlos. Muchos se cagaban y meaban por la noche, así que había que aguantar toda clase de malos olores. Pero a mí no me importaba. Peores cosas había soportado en la cárcel. Yo era un duro, un curtido. Las enfermeras me respetaban porque les ahorraba el trabajo sucio. Estaba acostumbrado, es más: me divertía ver como brincaban en la ducha cuando les echaba chorros de agua fría, después de la caliente. Era cómico verlos aferrarse a los tubos. Algunos aullaban. Exagerados, no les hacía nada malo, el agua fría es buena para la circulación.
El único misterio era Sandoval. No hablaba nunca, casi no se movía. Solo hacía lo que uno decía pero no se podía decir que fuese dócil. Era un tipo callado, demasiado para mi gusto. En la cárcel aprendí a desconfiar de los hombres así. Suelen ser los más temibles. Cuando le cambiaba la temperatura del agua no saltaba, ni siquiera contraía un músculo. Solo se me quedaba viendo con esos ojos azules que no expresaban nada, ninguna emoción. Después de varios intentos lo dejé tranquilo: Sandoval era uno de los míos, un duro. Me parecía conocido aunque no sabía nada de él y al parecer no tenía familia pues nadie iba a visitarlo.
La vida en el ancianato era rutinaria pero no me quejaba. Había que hacer de todo un poco: mover a los viejos, sacarlos al patio a tomar el sol, ayudar a servirles la comida. Luego prepararlos para dormir, ponerles los pijamas, mirar que tomaran sus medicinas.
Las noches podían ser aburridas, salvo que a algún viejo se le ocurriese morirse durante el sueño. Yo había metido en mi cuarto una botella de whisky y a Vanessa, una enfermera gordita. Esa noche no nos tocaba guardia, así que podíamos divertirnos un poco sin que se enterara la directora.
Me desperté con una sensación extraña. El cuarto estaba a oscuras. El reloj marcaba las 3:15 con números fosforescentes. Había un olor conocido en el aire y sentía que nadaba en una especie de sopa caliente. Encendí la luz. Vanessa estaba a mi lado rígida, mirando el techo con los ojos muy abiertos. Las sábanas estaban empapadas en sangre aún tibia. Desde una esquina se aproximaba a mí Sandoval con un cuchillo en la mano, los ojos inexpresivos. Recordé entonces una leyenda, oída en la cárcel, de un famoso asesino serial de los años sesenta, que siempre mataba con arma blanca. Era mudo y tenía los ojos azules.