Esto sucedió en el México lindo por los tiempos del Maximato, al poco de acabar la Cristiada. Sucedió en el Taxco relindo a una changuita mestiza llamada Camila.
De su padre, un gringo aventurero hecho de oro con la plata de Huitzuco, Camila había heredado el cabello rubio y los ojos aguamarina; de su madre, mixteca que pasó de mercar camotes en Tetitlan a gobernar una casona de Plaza Borda, los pómulos grandes, la piel cobriza y el gesto esquivo. Pero fue la tía Guadalupe, niñera y mucama de la casa, hermana mayor de la camotera convertida en doña, quien alimentó el alma de Camila, sembrándola de misterio. Creció Camila a la sombra de su aya, rodrigón torcido, y las vidas de tía y sobrina se enlazaron como el tallo de una pachira, en un abrazo celoso, constrictor, indestructible.
El mismo día que Camila celebró su decimoquinto cumpleaños, en Santa Flora, Guadalupe confidenció a su sobrina que se mudaría al trasmundo antes de tres semanas, que ya andaba escrito. “Pero no estaremos mucho tiempo separadas, mi chela bonita, ya lo verás”. La capaz sibila, plegando en Santa Lucía, cumplió con fidelidad el pronóstico. En el funeral, Camila, con las manitas doradas encajando las sienes de su padre, le dijo con toda solemnidad: “Júrame que, si muero, me enterraréis al lado de Guadalupe”. Y el padre asintió en silencio, perplejo y dolido por tan lúgubre solicitud. Pero al día siguiente adquirió en propiedad una parcela aneja.
Cumplido el año de las exequias, quiso Camila celebrar el aniversario rindiendo un particular homenaje necrológico a su difunta tía. Morbosa, colmada de caprichos góticos y hambrienta de extravagantes rituales, saltó como un gato la cerca baja del panteón de San Celso, recién proclamada la medianoche en los campanarios de Taxco. Parecía la estampa antojo de Caspar David Friedrich: una luna plena y cercana, como el ojo de un gran dios ciego, y la frágil figurita de la joven caminando, tal nigromante o profanadora, entre la fronda de cruces del cementerio. Próxima a la capilla, entre sepulcros suntuosos, pero esquinada y humilde como una vecina desahuciada, estaba la tumba de su tía, un túmulo de tierra coronado por una chapa ovalada de latón.
Camila sacó un pliego de la faltriquera. Marisabidilla de decadentismos, había escogido para la ocasión un texto de Mallarmé. De rodillas frente a la tumba, recitó “La tumba de Charles Baudelaire”. Luego arrancó una flor del pitiminí deslavazado y mustio que, tras el túmulo, trepaba menesterosamente por una tapia encalada, abotonándola de tímidos estallidos púrpuras. Concluso el ritual, emprendió la vuelta a casa, ignorante de que había oficiado una liturgia fatal.
Dejó la rosa ajada en su mesilla de noche, sobre las “Leyendas” de Bécquer. Cansada y feliz, se acostó. Soñó con la extinción súbita de una candela. Y a la luz del alba ya se sentía morir, mientras una rosa vampírica alcanzaba la lozanía.
Pétalos desprendidos de un rosal carmesí festonearían a la postre dos tumbas malditas.