Wenceslao Argandoña era el sepulturero más viejo del pueblo. Cada vez que trasponía el umbral de la pulpería, un silencio oscuro se extendía por el recinto. El mismo que lo acompañaba mientras bebía su caña, aislado en su mesa por un sempiterno cono de sombras.
En una conversación a la luz de un fogón, el hombre más anciano del pueblo, Rigoberto Ruibarbo, aseguró que había enterrado a generaciones enteras.
−Se dice que hizo un pacto con el mismísimo Lucifer –susurró con las pupilas fulgurantes bajo el maligno resplandor de las llamas. Mientras ese viejo apergaminado le mande almas con su pala, seguirá viviendo.
Nadie conocía con exactitud su fecha de nacimiento y, después del incendio del Registro local, la existencia de Wenceslao Argandoña asumió un insondable carácter de misterio.
Con sonido seco, dejó sobre la mesa el vaso vacío y atravesó el salón envuelto en un silencio tenso. Recorrió a pie los tres kilómetros hasta el camposanto y, con la respiración agitada, alcanzó la cima de la colina que dominaba el bosque de tumbas y mausoleos. Se quitó el sobretodo raído y aspiró el aire contaminado por la podredumbre que exhalaba la tierra removida. Esbozó una mueca y encendió su pipa.
Y, como cada noche, esperó.
−¿Es verdad que tuvo mujer?
−Es lo que se cuenta –respondió el anciano. Y que su espíritu lo visita.
−¡Cuentos de aparecidos!
Con el rostro vuelto hacia la Luna y los párpados entornados, pensó en Rebeca. Revivió su sonrisa joven, la mirada cargada de sueños, la precariedad que había fortalecido su amor de juventud… El humo ascendía en volutas blanquecinas, un perro aulló y, desde alguna parte, unas tablas crujieron. Otro profanador, murmuró y su mano sarmentosa apartó el humo. Miró el reloj, dejó la pipa, se quitó la camisa con olor a muerte y se puso la otra, la que a ella le gustaba. Regresó a su lugar sobre la piedra con la sonrisa anticipatoria de ese momento de felicidad. ¿Por qué llevaba días sin venir?, le preguntaría. Exigiría explicaciones.
−¡Les digo que ese hombre está maldito!
La sonrisa desaparecía a medida que los minutos escapaban. Maldijo, escupió y se golpeó la frente.
−Cuentan que vendió su alma a cambio de ver el fantasma de su esposa muerta.
−Cursilerías románticas, don Rigoberto.
Los primeros rayos del alba lo sorprendieron con el rostro anegado por lágrimas de tristeza y rabia. Entre dientes, mascullaba venganza.
−Mi abuelo contaba historias suyas donde era tan viejo como ahora.
−Vayamos al camposanto a sorprenderlo en pleno ritual –propuso alguien.
Amanecía cuando alcanzaron lo alto de la colina desde donde se veía la pradera gris de tumbas y mausoleos… y a Wenceslao Argandoña sentado en la piedra. Al intentar despertarlo, el cuerpo cayó. Encerradas en el puño derecho, una flor y una breve esquela salpicadas de tierra negra.
−El nombre de su esposa –susurró don Rigoberto contemplando desconcertado la expresión sonriente del cadáver.
A un costado, parcialmente hundida en la tierra, asomaba el mango oxidado de la pala.