Se ocultó el sol tras la sierra dejando una estela anaranjada en el horizonte. La última luz del día. Tras muchas horas ante el ordenador, decidí mover un poco mi cuerpo oxidado y me encaminé hacia la cocina, un vaso de agua para las ideas marchitas. Encendí la luz fluorescente y me pareció ver ante mí, medio segundo escaso, una figura invertida que nacía del techo blanco y se desvanecía como un humo negro y consistente.
“Es por mis ojos cansados-pensé-mucho tiempo trabajando con el ordenador.”
Volví a continuar con el trabajo que había dejado a medias. Horas más tarde, la luna llena en el cielo, mi cuerpo pedía compasión y, de nuevo, fui hasta la puerta de la cocina. Encendí la luz. Otra vez la vi. La figura oscura que colgaba del techo, delante de mí, su cabeza justo delante de mis ojos. Al contacto con la luz, desapareció. Empecé a preocuparme. Decidí dejar de trabajar y descansar un poco. Me senté en el sofá y cerré los ojos. Mis oídos escuchaban la televisión de los vecinos,el arrastrar de sus sillas, el tintineo de cucharas y tenedores en los platos. Hacía tanto tiempo que no salía con mis amigos, tanto tiempo de esclavitud por el trabajo, me sentía atada por una cadena invisible al ordenador. No podía dejar de trabajar y mi aislamiento se había convertido en una carga difícil de sobrellevar. Son los últimos pensamientos que recuerdo antes de haberme dormido.
Desperté de un sueño muy extraño. Recuerdo la sensación de estar siendo observada por criaturas que aparecían y desaparecían. Eran seres oscuros que me miraban como buitres que están esperando el descuido de la presa para lanzarse sobre ella. Yo me defendía mirándolos y pronunciaba unas palabras que hacía que desapareciesen. No recuerdo esas palabras que sonaban antiguas y muy lejanas.
Me levanté del sofá, me dirigí a la cocina. Dudé antes de encender la luz. Mis ojos se entornaron intentando distinguir, a la claridad de la luna que entraba por la ventana sobre el fregadero, alguna sombra o forma diferente a la que normalmente estaba acostumbrada. Me reí de mí misma porque me sentía frágil como una niña que le tiene miedo a la oscuridad. Encendí la luz y me bebí un vaso de agua. La luna grande, blanca, inmensa de aquella noche extraña me llamó mucho la atención.
De nuevo me senté delante del ordenador. Tecleé unas palabras que parecían salir de mis dedos guiadas por la mente de otra persona. Las borré, qué tontería había escrito. Eché mi cabeza hacia atrás y me llevé mi mano izquierda a la nuca para aliviar el entumecimiento de mis cervicales. No pude volver a mirar a la pantalla de mi ordenador porque de nuevo, y esta vez con una nitidez absoluta, observé cómo una figura oscura, humeante, bajaba del techo, colgada de sus pies, y se dirigía hacia mí con lentitud.