El Bofe era escoria ardiente. El residuo tóxico que dejó tras de sí la combustión de un alma atormentada. Tibia sonrisa bajo mirada aviesa. Un tipo gris, enfermizo, cuya actitud taimada y sigilosa hacía recomendable mantenerse alejado de su letal mordedura. Pese a su frágil naturaleza, el oscuro don que le otorgó la vida permitió que de inofensivo carcelero pasara a convertirse en dueño y señor de la prisión militar.
Tenía la capacidad de robar el oxígeno a sus víctimas. Virtud inaudita y aterradora que asiduamente ponía en práctica como macabra diversión. Su profunda y prolongada aspiración absorbía el aire de los condenados, arrancándoles la vida en una lenta y diabólica succión. Los cuerpos se contraían entonces en posturas imposibles. Sus rostros, ebrios de muerte, dibujaban extrañas muecas que encarnaban la dramática firma del adiós.
A su lado se percibía el vacío. Era la parca enfundada en la piel de un don nadie. Un ser mediocre que el destino llevó a más. Poder en manos de un endémico despreciado. Su mayor satisfacción consistía en ridiculizar públicamente a los reos cuando sufrían erecciones provocadas por la tenebrosa capacidad que lo hacían diferente. El último bastión erguido al desplomarse sus cuerpos inertes. Acto seguido los cercenaba y mostraba victorioso ante una silenciosa audiencia escéptica con su futuro.
Nadie quería acercarse a él. Presos, guardas y superiores trataban de parecer invisibles a sus inquisitivos ojos. Una mirada errónea disponía fácilmente al óbito. El terror generalizado le permitió convertirse en alcaide de esta espantosa cárcel ubicada en medio de ninguna parte.
Durante meses, la numerosa población reclusa ejerció de productiva despensa para las apetencias del gobernador de la plaza. Nutritivas existencias que colmaban los pulmones de alimaña que dieron origen a su apodo. La siniestra dupla filtraba la humanidad y desechaba lo perverso. El mal alimentándose del bien. Porque el Bofe inhalaba esperanzas y exhalaba odio y desesperación. Sentimientos estancados entre gruesos muros que en poco tiempo generaron una densa y fantasmal atmósfera. El smog del abismo.
Hasta que hace una semana me tocó a mí, su fiel lugarteniente. Mudo fedatario de cientos de asesinatos. Un cargo de confianza que no sirvió para librarme de sus ignotas y siempre atroces intenciones. Frente a frente, apuntándonos a los ojos, hasta que un guiño cómplice indicó la llegada de su mortífera aspiración. Sin embargo y con amarga sorpresa, tras inhalar varias veces le resultó imposible vaciar mis pulmones. Tuvo que intentarlo una vez más, destinando a ello todas sus fuerzas.
Aspiró tan fuerte que junto al oxígeno consiguió arrastrar momentáneamente un esbozo de mi alma. Una simple muestra que le desencajó el rostro y reventó el corazón. Cayó agonizante a mis pies mientras lo despedía con una sardónica sonrisa. La criba de sus pulmones generó sombríos despojos que inhalé durante meses como único superviviente de sus crímenes. El diablo se aparta ahora a mi paso. Y en esta prisión militar olvidada de la mano de dios, los supervivientes añoran ya los tiempos del Bofe.