El sol llegaba hasta la punta de la nariz del Hombre, sentado en una silla de metal y rodeado de un jardín de flores mientras sorbía un té o una manzanilla tibia que empezaba ya a darle asco. Pero la sorbía como acto reflejo, como el que da un golpe en la mesa al comprobar que se expone en ella el cadáver abierto de una mosca.
Hacía ya veinte años que el Hombre se sentaba en la silla, y el Perro le lamía los pies. A veces, cuando el hambre afectaba al estómago, el Perro podía incluso mordisquear un poco los gordos dedos que se asomaban en las zapatillas de plástico azul.
Era invierno pero podía ser también inicio de primavera porque el sol caía en una lividez muerta y plácida.
La muerte y la placidez van de la mano. Como la cuerda acompaña a la niña en el parque.
Desde hacía unos días el Hombre había sentido que Alguien había ocupado su vivienda. Y ese Alguien no estaba solo en su cabeza. El Perro había huido a su pequeño cobertizo de madera mohosa y se había echado a temblar. O a llorar. El Hombre no sabía mucho de perros y tampoco sabía mucho de nada en general. Solo que había presentido que Alguien había abierto la puerta, se había sentado en la cocina, se había servido un desayuno de tostadas y había sintonizado radio 1. Y al despertar un día, el Hombre vio todo el desorden de la cocina y la toalla en el suelo del baño y el periódico subrayado y su DNI con una fotografía que no era la del Hombre sino de Otro. De ese Alguien que había dejado platos sucios y un caos de ave de grandes alas destrozando el mundo.
Asustado, se recluyó en el patio interior de su casa y se había rodeado de flores que empezaron a crecer a pasos agigantados. Porque el hombre no sabía nada del Perro y tampoco sabía nada de las flores, pero lo extraño era comprobar que las flores iban devorando su cuerpo mientras escuchaba a Alguien dentro de su casa abriendo puertas y apagando luces y arrastrando su calavera por el suelo.
Y los vecinos desde las ventanas contemplaban el patio interior y veían al Hombre cubrirse de flores y desaparecer tras sus gafas y lentamente retirarse del mundo porque ese Alguien era ahora quien abría la puerta y enseñaba sus dientes y levantaba el polvo con una escoba cada mañana tras su desayuno de tostadas.
El Perro no volvió a salir de su cobertizo. Y el Hombre desapareció entre las flores.
Pero Alguien con otro rostro y otros huesos se consumía dentro de la casa. Y la casa empezaba a caer y con ella todos los cadáveres y Alguien se asomaba a la ventana y golpeaba los cristales y asustaba a los niños mostrando su calavera en la mano.
Nadie encontró al Hombre.
Pero todos dijeron haber visto a Alguien.