Pedro murió hace un año. De un tiro en la nuca. Era Guardia Civil.
Matilde, la viuda, como siempre desde ese fatídico día, se despierta mucho antes del amanecer; cabizbaja y meditabunda, sin ganas de hacer nada. Todo son señales de angustia y congoja.
Pero hoy se despierta tarde y de golpe. Sobresaltada y sudorosa, siente que no está sola. Algo está pasando. Un sudor frío le resbala por la espalda. En el silencio y en la obscuridad de la habitación nota que algo no va bien.
Se incorpora lentamente para salir de la cama y observa, atónita, como la cuerda de la persiana, por si sola, se mueve hacia abajo. Poco a poco, con el grito desgarrador del atrofiado mecanismo, la persiana, a trompicones, empieza a subir.
Matilde, a modo de visera, se protege de la invasiva claridad llevándose las manos a la frente. La persiana está bajada desde que asesinaron a su marido. Es un lugar donde anida la melancolía y, después de tanto tiempo en penumbra, la luz del sol, por fin, entra en la habitación.
Con el corazón a mil por hora, asustada, y con la boca seca, se sienta apoyando la espalda en el cabecero de la cama, confirmando, al poner las manos en su pecho, su agitada respiración.
Lentamente retira las sábanas y, a punto de poner un pie en el suelo, un abrazo la rodea. Instintivamente retrocede y, rozándole la oreja, escucha un susurro lejano. ¡Shhhhh…! Una caricia le aparta suavemente el desaliñado pelo de la cara. La barbilla le empieza a temblar, a punto de llorar, junto con un meneo imperceptible de los labios, pero un pellizco en el moflete la tranquiliza. La viuda, ensimismada, se retoca el recién arreglado mechón y, después de unos breves segundos, por fin, se pone de pie.
La sirena del Ayuntamiento anuncia las doce del mediodía, y el silencio, definitivamente, salta hecho añicos.
Apenas podía respirar del susto cuando unas manos invisibles la ayudan a ponerse el albornoz, invitándola, con un leve empujoncito, a que se acercara al tocador. Se mira con atención en el espejo, y empieza a arreglarse. Al cabo de un rato, contempla su rostro maquillado. Satisfecha, se aleja un par de pasos y alisa con cuidado su vestido. Mueve la cabeza de izquierda a derecha, lentamente, sin apartar los ojos de los suyos. Le gusta lo que ve. Mientras, desde el fondo de la habitación, media docena de aplausos lejanos, solitarios, alejados uno del siguiente una eternidad, dan su aprobación. Matilde, mirando de soslayo, esboza una tímida sonrisa.
Pero nota que le falta algo importante. Con pasos apresurados se acerca a la mesilla, abre el cajón, y lo coge.
Segura de sí misma sale a la calle y, pistola en mano, comienza a disparar a la gente al azar.
Mientras, Pedro, mirándola desde su atalaya particular, comienza a bajar lentamente la persiana…