Sus ojos flotaban en la oscuridad fría de la celda, y en torno a ellos se fue formando su rostro. Iba vestido como yo, con uniforme de preso, y su frente, donde le herí cuando lo maté, chorreaba sangre. Rezumando maldad venía hacia mi camastro. Yo intentaba inútilmente gritar cuando me di cuenta de que estaba dormido. Eso no es un alivio, pensé en mi sueño, y traté de levantarme, pero estaba agarrotado. Dijo que mi muerte sería mil veces peor que la suya, y hundió un puñal en mi costado. Es una herida superficial, sonrió. El dolor me hizo despertar. En la penumbra del amanecer confirmé que la humedad pegajosa de mi costado era sangre. Cuando la herida curó me apartaron a una celda sin compañero. Me aterraba dormir, pasó tiempo hasta que caí rendido. Al hacerlo vi de nuevo sus ojos, su rostro, su figura, el puñal que penetraba en mi otro costado. Por aquello de la simetría, dijo. Desperté gritando. Los carceleros me miran con recelo. Llevo nueve días sin dormir.