Llovía. Era diciembre. Hacía un frío cortante que te hería el trozo de piel que no llevases tapado. Las dos agujas coincidieron en las once y aún estaba sin cenar. No lo pensé. Entré y busqué una mesa pequeña. Salvo dos, todas estaban ya vacías, a mi dis-posición. -Le traigo la carta antes de que cierre cocina. Dese prisa en elegir.- Me instó un camarero oscuro e intrigante, vestido absolutamente de negro. -Tomaré…, un Ramen de Cocido y un Tataki de Atún Rojo… Y de postre un Cúrcuma Latte.
Veinte minutos después, al levantar la vista un instante del plato, solo, estaba solo. Deseaba otra cerveza y no había nadie tras la barra a quien pedírsela. Esperé unos instantes y, a media voz, exclamé: -¡Hola!, ¿hay alguien?, quiero otra cerveza.
El resplandor de un fogonazo asomó por el hueco de la puerta de la cocina, acompañado de un chirriante sonido metálico como el que producen dos espadas al chocar, lo que provocó en mí una actitud de atención recelosa, alejada aún de la preocupación.
Me levanté y atravesé la sala seguro de mí mismo, con cierta petulancia rozando la soberbia por el abandono de mi servicio y, sin dudarlo, me dirigí a la zona de la barra cercana a la cocina. Justo antes de alcanzar la posición, un terrorífico aullido áspero y destemplado consiguió que mis pies se quedasen clavados y pasé de desconfiar a intranquilizarme. -Uno, dos, tres, cuatro…, diez.- Conté hasta diez antes de mover algún músculo y el silencio, más negro y espeso que un café turco, se hizo patente en todo el local. La música ambiente había dejado de sonar hacía ya algunos segundos, pero mi actitud envalento-nada al principio y temerosa en estos momentos, no había permitido que me diese cuenta de ello.
Di dos pasos y, protegiéndome tras la barra, intenté atisbar por el hueco de la puerta qué estaba sucediendo allí dentro, cuando, una vez más de forma súbita, el espacio se llenó de aquel maligno sonido de dos cuchillos rozándose uno contra otro, que provocó un instantáneo respingo en todo mi cuerpo.
Giré en derredor buscando algo semejante a mí que me proporcionase mayor seguridad. No lo encontré. Aquel barrio de Malasaña tenía mala fama. Un caso de asesinato sin resolver, se lo había dado. El titular del periódico y aquella foto de la víctima con la cabeza abierta por el hachazo de su asesino, subieron a la superficie de mi memoria sin hacer descompresión, inundando mis venas de una tibia adrenalina.
No se por qué rodeé la esquina de la barra y empujé la puerta de la cocina. Las luces parpadearon dos veces y se apagaron. Todo estaba en calma, aparentemente… Los fogones refulgían encendidos, las ollas hervían burbujeantes, un grifo abierto derramaba agua sobre el fregadero, un sangrante costillar de cerdo sobre una tabla… Todo estaba donde debía estar, pero… Faltaba el hacha con el que se trocean esas piez… Un rojizo silencio me inundó a las doce…, para siempre.