Le parecía un ejercicio por demás inútil calcular cuánto tiempo llevaba viviendo en esa casa o cómo es que llevaba a cabo las rutinas propias de una vida común y corriente. Solo sabía que su mayor interés se centraba en el momento en que alguna persona entraba a su casa y se quedaba a vivir en ella pensando que estaba deshabitada.
Su fanatismo religioso lo llevó al más profundo aislamiento, pero su psiquis no estaba preparada para esa prueba. No, no pudo y por esa razón ansiaba tanto que las personas llegaran a su casa, así fuese por casualidad. Una de las que más recordaba era la señora, de unos sesenta años largos, con el rostro horadado por la amargura y la espalda martirizada por la soledad. No se mostraba a ella pues la oía murmurar un monólogo constante semejante al zumbido de una avispa. Aprovechaba de robarle comida y sabía que la ponía nerviosa y aún más molesta pues se sentía observada.
Cuando finalmente se le presentó, la señora falleció de un infarto, y lejos de estarle agradecida por ello reconcentró su furia y lo maldijo. Pensó que sencillamente la maldición carecía de fuerza porque sin su nombre no estaba personalizada y él tenía a Dios de su lado, siempre sería así.
La joven señorita lo tuvo cautivado mucho tiempo. Solo se le acercaba de noche, cuando dormía, y procuraba aspirar su aliento pues éste era fresco y límpido, un exquisito perfume de juventud. No la tocaba, solo la contemplaba y llenaba sus pulmones de ese aire vivificador. Sin embargo, ella también murió. La velaron en la casa y pudo escuchar a través de las paredes que había muerto de consunción, que probablemente un espíritu impuro le había arrebatado la vida a la pobre niña, que se debía hacer justicia por ella y por la señora que también había muerto allí.
¿Entonces él era un fantasma? Le resultaba extraño, solo que… no quería pensar en su muerte, pues ahora que lo recordaba revivió el dolor de la cuchilla de afeitar al cortar su yugular, los borbotones de sangre, la debilidad, el saber que lo volvería a hacer pues la vida le sobraba y no tenía motivo alguno para seguir de rodillas, mejor irse de pie con el orgullo intacto.
Recordó que estuvo internado en un sanatorio para enfermos mentales, recordó que pidió la ayuda de la iglesia mas no la recibió. Se aferraba a su Biblia buscando pasajes que lo ayudaran a entender por qué era un paria pese a su devoción. Dejó de rogar y su comportamiento se volvió sumiso. Al tiempo lo dejaron salir. Los médicos se ufanaban de haberlo curado. El posterior suicidio del paciente les cayó como un balde de agua fría.
Ahora aguardaba a los sacerdotes que por tanto tiempo esperó, la ayuda que ya no necesitaba. Él se había hecho resiliente, había superado el trauma, pero se aseguraría de que los que vinieran no lo hicieran jamás.