Martillando con el mango del cuchillo, Alcira aplastaba los comprimidos sobre la mesada de mármol. Los iba reduciendo a un polvo gris.
Miralo vos, se dijo. El viejo verde regalándole florcitas a su amante.
No tenía dudas, ella estaba segura de que andaba con la secretaria. “Podría hablar un minuto con el señor Giráldez repetía la puta esa, y siempre simulando en el teléfono un tono atildado y respetuoso.
Alcira debió sostenerse de la mesada cuando la atacó ese frecuente y conocido mareo. Trató de respirar profundo para calmarse, para espantar la confusión.
Recuperada, siguió con su plan: aún quedaban trocitos de Rohypnol dispersos.
Todo muy claro: el cretino de su marido se aprovechaba de su debilidad, de su confinación en ese departamento desde hacía meses, drogada con psicofármacos cada dos horas. Por “un cuadro agudo de agorafobia”, como había sentenciado el psiquiatra.
Alcira seguía machacando los restos de las píldoras. Respiraba con agitación. Cuanto más pensaba, más furiosos se volvían sus movimientos.
Y encima el muy descarado ni siquiera se había deshecho del recibo de la florería. Se lo había dejado ahí, en el bolsillo de la camisa que tiró a lavar.
Alcira llevó el mate a la mesada, y con la uña empujó el polvo sobre la yerba.
Vertió agua caliente y revolvió con la bombilla. Mate con espumita, cómo a él le gustaba. Fue hacia el living.
―Osvaldo ―dijo tendiéndole el mate―, ¿no te aburrís de ver tanto fútbol?
―Estoy un poco mareado ―dijo él incorporándose con esfuerzo.
―Debe ser el tiempo, viejo. ―Se quedó parada frente a él, esperando, o mejor dicho comprobando que se tragara todo el mate. Un mate más―. La humedad está tremenda, viste.
Volvió a la cocina. Temblaba, acaso por algún otro ataque de pánico que se anunciaba. Como le indicó su psiquiatra, trató de entretenerse, de pensar en otra cosa. Y se puso a lavar la vajilla.
Se asomó al living: aquel ya roncaba en el sillón, la cabeza volcada, la boca entreabierta, los brazos colgando.
Sabía que podía con él: muchos años antes, había atendido a su moribundo padre, que pesaba todavía más.
Como pudo, lo arrastró al baño. Lo soltó en la cerámica y se secó la transpiración con la toalla de mano.
Alcira gimió por el esfuerzo cuando volvió a alzarlo de los sobacos para meterlo boca abajo en la bañadera.
Puso el tapón y abrió la canilla.
El nivel del agua crecía, ya empezaba a taparle la cara de viejo baboso.
Apenas resopló unas tristes burbujas cuando lo sostuvo de la nuca, la cabeza sumergida. Al soltarlo, él flotó.
Timbre.
Cerró la canilla y fue hacia la puerta de calle.
―Para Alcira de Giráldez, de parte del señor Osvaldo Giráldez ―dijo el sonriente cadete, sosteniendo el ramo de rosas.