Solo mi obsesivo propósito de ser la nueva vendedora del mes logró vencer la repugnancia que me inspiraba aquel timbre renegrido y grasiento. La aspiradora no, el limpiador mágico…menos todavía, tal vez el ventilador portátil o el juego de cuchillos japoneses… El suelo de madera crujió terroríficamente al paso de unos ciento noventa kilos de carne flácida y mal repartida. El espantoso tipo descorrió varios cerrojos interiores chirriantes para abrirme. Estoy bien entrenada: ni siquiera pestañeé ante su estólida mirada, semioculta por la piel abotargada de un rostro degenerado, ni un leve gesto de lenguaje no verbal capaz de delatar la repulsión y el miedo desatados en mi cerebro por su aspecto perturbador.
No preguntó el motivo de mi visita: mirando libidinosamente, se limitó a franquearme el paso, colocándose a continuación de la hoja de madera con la mano sobre el pomo oxidado. Entré sin vacilar, la primera fase de toda venta es vencer la resistencia de los compradores a recibir extraños. Seguí por un pasillo penumbroso, maloliente y pegajoso al contacto con mis elegantes zapatos de tacón. Yo recitaba mis retahílas de vendedora sin volverme: los trastos polvorientos acumulados entorpecían el paso, pero notaba su presencia por su respiración penosa, por los gruñidos del suelo bajo sus pisadas y, sobre todo, por un olor nauseabundo a grasa rancia y a sudor agrio.
El pasillo desembocó en un tétrico comedor con enredos suficientes para no encontrar un sitio donde sentarse, ni siquiera para colocar mis maletines de muestras. Me volví para establecer contacto visual justo a tiempo de verlo estirar los brazos en mi dirección, su cuerpo bloqueando la única salida entre un aparador destartalado y un sofá repleto de mantas, zapatos, sábanas y restos de comida diseminados por doquier para placer de numerosas cucarachas. Mostrando una agilidad discordante con su porte deshumanizado, me aprisionó en su abrazo y, para mayor horror, caímos juntos al suelo como prólogo, supuse, a ser violada por un animal cuyo peso casi cuadruplicaba el mío.
Inmovilizada por aquella masa descomunal y posiblemente por la rotura de alguna costilla, me estaba asfixiando, solo deseaba notarlo terminar para tomar algo de aire. Para mi desesperación, no ocurrió nada. Pronto entendí estar bajo el peso inamovible del cadáver de un obeso mórbido infartado. Me mareaba y si no remediaba la falta de aire quedaban escasos minutos antes de perecer por hipoxia.
Intenté liberarme y fue peor: cada movimiento acentuaba mis requerimientos de oxígeno y aceleraba mi muerte. Palpé alrededor: allí estaba mi única vía de salvación. Con un esfuerzo sobrehumano logré atraer el maletín de cuchillos. Tomé a tientas uno grande. No podía cambiar de posición, así que, tras cortar su formidable brazo por la articulación del hombro, comencé a lonchear la carne bajo sus axilas bañándome en sangre semicoagulada. Mi asco se disparaba al notar el cuchillo sajando tembloroso músculos y grasa humanos y, sin remedio, tragué mi propio vómito. Tal vez destrozando su carne conseguiría desbloquear mi nariz antes de desmayarme.