Ahí, en un suelo frío y polvoriento yacía el amor de mi vida. Llegó de una forma común, y se quedó conmigo para siempre. Me sentí comprendido, amado. No desvió su mirada cuando le hablé, ella incluso siguió la conversación con normalidad.
Era tan sencilla, radiaba la paz que yo necesitaba. Me enamoré y ella también, nunca lo llegué a entender, quizás fue por lástima, o no.
Sus ojos eran templos para mí, no podía parar de mirarlos, y sus labios… me ponían loco.
Después de unos meses quiso vivir conmigo, en un piso alquilado, viejo, sucio y lleno de humedad, pero ¿Sabéis qué? A ella no le importó. Hizo de algo desagradable nuestro hogar.
Llevábamos unas semanas conviviendo cuando me percaté de que su paz era frágil, y que interiormente estaba rota. Lloraba, lloraba muchísimo y cuando lo hacía sus gafas se empañaban. No aguantaba verla así. No sabía cómo contentarla y darle la ayuda que necesitaba. La abracé cuanto más pude, le di todo lo que estaba a mi alcance y no sirvió de nada. Por eso la maté. Le di un beso, quería ser la última persona que ella tocase y desease. Le robé la vida con mis propias manos para que pudiese estar en paz, sin lágrimas, ni dolor. Pero yo no podría volver a escuchar a sus labios decirme un te quiero. Esa era la pena que me tocaba pagar.
Cogí su cuerpo en brazos, ahora pesaba más. La senté en un sofá encuerado rojo, su sangre combinaba bien con él. La vestí con ropa nueva y le compré una gargantilla de delicado oro rosado, haciendo juego con el tono de sus cachetes. Ahí le hice el amor por última vez cuando su cuerpo aún seguía cálido y suave. Quería tocar su alma antes de que se fuera al cielo. El amor de mi vida no volvería a sentirse mal ni a llorar. Le entregué el bienestar eterno, o casi.
Pasó el tiempo, y mi bella durmiente aún seguía dormida plácidamente en el sofá. Hasta que su cuerpo empezó a cambiar.
Las moscas depositaron sus larvas en ella con el fin de devorarle las entrañas atravesando su hinchada piel. Pude ver como el amor de mi vida evolucionó. De ser paz a ser infierno. El olor que emanaba inundaba toda la casa, el ambientador no podía luchar contra tal terrible hedor. Su belleza se perdió. Murió junto a mi cordura. Ya no podía mirarla, era repugnante. Su descompuesto cadáver parecía jadear y resollaba intentando retener aire en la pútrida caja torácica. La boca dibujaba una sonrisa en su cara, después de haber pasado meses muerta ahora reía.
El entierro tuvo lugar hace 10 días, sus restos están bajo tierra, pero ella vive conmigo, en el ala psiquiátrica haciéndome compañía. Me estoy pudriendo, tal y como ella lo hacía. Su pestilencia aún perdura en mi nariz. No puedo irme, tengo que aceptar que ese es el olor que tiene el “amor de mi vida”.