Abrí la puerta de mi casa.
Las farolas. Su luz impúdica contra la noche. Un breve viento. Las últimas palabras que me dijo Elena, mi mujer, intentando desesperadamente desentrañar mi comportamiento, mi silencio ante sus preguntas. No entendía nada. No entendía qué me pasaba. Yo apenas la escuché. Veía la lineal acera, con sus baldosas geométricas. El contenedor de la basura. El pavimento, el asfalto. Los verticales y asépticos edificios. La alcantarilla inscrita en la acera con la certeza de una cicatriz. La calle, por mi recorrida desde años tantas veces, sin tráfico, vacía. El restaurante al final de ella ya cerrado. El solitario semáforo. La luna a ratos oculta. El discurrir incierto y pausado de las nubes. Y la puerta recién abierta, la puerta de mi casa, en la que apoyaba mi mano. Aparentemente era una noche más. Una noche que no se distinguía en nada de otra noche.
-Pero, ¿qué está pasando? Dímelo- me suplicó Elena desesperada-. ¿Por qué no me hablas? ¿Qué pasa?
-Por favor, no me preguntes nada-le contesté.
¿Cómo explicar aquello? ¿Cómo iba a explicárselo? ¿Quién podría ayudarme? Nadie podía hacerlo. ¿Quién, ni ella ni nadie, lo creería? Yo mismo jamás me hubiera imaginado algo parecido a aquello. ¿Quién creería algo así?
Cerré tras de mí la puerta, dejando a Elena dentro de la casa, y, sabiendo lo que ocurriría después, salí.