Me siento viejo y enfermo
Desde mi posición contemplo a la pareja joven que se está mudando al barrio. Cargan cajas, muebles y un bebé rollizo. Este lugar fue levantado por los propietarios de la fábrica de repostería industrial para atraer trabajadores de todo el país. Hormigas hambrientas que ansiaban construir un hogar para sus familias. La gente suele pensar que la zona huele a cacao pero aquí el aire está saturado de hedor a huevo, senectud y desesperación.
Soy un bloque de pisos, de ladrillo, color rojo sangre. Respiro porque hay vida en mis entrañas. Hay quien me estudia, periodistas, analizan las abrumadoras estadísticas de casos de enfermedad crónica y muertes violentas. Otros, supersticiosos, creen que estoy maldito. La mayoría le echa la culpa a la contaminación con la que nos baña la fábrica de chocolate.
Dicen que soy una estaca clavada en tierra yerma.
El matrimonio recién llegado ya se ha instalado en mí. Ocupan el piso que dejó aquella señora mayor que murió vieja y olvidada; los vecinos tardaron en darse cuenta del olor que desprendía el apartamento de la anciana por culpa del penetrante aroma de la factoría. Forman una familia típica de su edad: viven de manera intensa las discusiones y fogosa las reconciliaciones. Ya notan mi presencia. Crujen las paredes. Oyen mis susurros. Él trabaja en la fábrica, ambicioso, espera llegar a encargado e ir creciendo en la compañía. Ella cuida del bebé a tiempo completo, tal y como hizo su madre con ella y su abuela con su madre. La muchacha, madre primeriza, cree que se está volviendo loca. Yo la observo. Me siente cerca. Ella no le dice nada a su esposo porque no quiere molestarle, viene cansado y malhumorado de la jornada laboral. El bebé llora, ella se lamenta.
Las peleas entre ambos son cada vez son más virulentas. Él golpea las paredes. Mis huesos. Ella llora abrazada a su hijo. El bebé ha cambiado desde que llegaron, ya no duerme toda la noche como antes, tiene fiebre habitualmente y no quiere tomar pecho. Papá y mamá creen que todo se solucionará, que él se adaptará al trabajo, a los nuevos compañeros, a su jefe. Ella desea no temer relacionarse con sus nuevos vecinos, suspira por dormir toda una noche sin despertarse sobresaltada. El bebé es el único que sabe que existo, qué soy. Ambos se miran, con ojos llorosos, agotados, se hacen promesas y se besan. El bebé escala los barrotes de la cuna, necesita escapar de mí. Ellos piensan que todo irá a mejor, sacarán adelante el futuro de la familia en este barrio del extrarradio. Mi hogar. Hacen el amor mientras su hijo sale al balcón.
Estoy hambriento.