—¡Qué tarde se nos ha hecho! Yo os dejo ya, el metro dejará de funcionar dentro de poco y lo prefiero a coger un taxi.
Me despedí de mis amigas y bajé al suburbano. Era muy tarde y sólo estaba yo. Una vez dentro del vagón me di cuenta que sólo éramos tres personas en él. Me ensimismé en mis pensamientos, cuando al llegar a una estación noté que se bajaban las otras dos. “No se puede volver tan tarde” pensé. De repente un frenazo demasiado brusco me hizo caer al suelo. Me levanté y miré al otro vagón que había delante. No había nadie tampoco.
Qué extraño, pensé. Pasaron unos minutos interminables. Estaba poniéndome nerviosa. El silencio comenzaba a oprimirme, respiraba entrecortadamente. De golpe la puerta que comunicaba con el otro coche se abrió. Un hombre más bajo que yo miró con cara de pocos amigos y viendo que era yo sola la que estaba, dijo malhumorado.
—Sígame. Ha habido una avería en la máquina y no hay más remedio que llegar andando a la siguiente estación.
Echó a andar deprisa sin mirar si le seguía o no. Atravesamos varios vagones y por la última puerta que estaba abierta descendió. Yo cogí aire y le seguí. No había nadie más. Volvió la cabeza y sin mirarme a los ojos dijo:
—Vaya pegada a la pared. Es un trayecto corto. Yo alumbraré con la linterna. No mire nada más que a la luz y asegúrese de donde pone los pies. Trate de no alejarse de la luz.
El suelo era irregular, mis pies pisaban cosas que me resultaban extrañas. Las paredes, en las que me tenía que apoyar para no tambalearme eran rugosas, resbaladizas. Oía ruidos, como caparazones que se aplastaban despachurrados al pisarlos y sonaba un crujido que rebotaba contra las paredes.
Notaba que mis piernas parecían de algodón, flojas. Traté de fijarme en la luz de la linterna y vi que se alejaba demasiado deprisa. De repente aquel faro dejó de alumbrar. Me quedé paralizada por un miedo irracional. Agucé el oído por si escuchaba los pasos del hombre. No oía nada. Sí, algo parecía escucharse, eran unos golpecitos tenues y muy rápidos. Se acercaban, estaban muy cerca. Un chillido agudo atravesó mis oídos. Algo rozó mis tobillos, como un latigazo. Escuché otro chillido más alto y agudo que el anterior. Era yo aterrorizada pensando que lo que estaba por el suelo debía de ser una rata. Sería la primera, detrás vendrían más. Si no me movía podrían subir por mis piernas, cubrirme, morderme. Tenía que correr, ordenar a mis pies que se lanzaran a la carrera. De repente noté que volaba por aquella oscuridad, por aquel suelo rugoso, por aquellas piedras o cucarachas o lo que fuera.
Un segundo después la luz de la linterna hirió mis ojos y oí una voz que me gritaba “dónde se ha metido usted. Dese prisa, después de esta curva ya estamos en la siguiente estación”.