No era a la bruja a lo que debía temer en ese bosque. Ni al lobo feroz. Ni a los espíritus malignos, invocados por una tribu que hubo de marchar al exilio, o a la extinción, hambrienta de venganza. Ahí el peligro eran los árboles mismos. Lo descubrí tarde: una rama que caía sobre mi hombro, rasguñando mi piel. Unas raíces que se aferraban a mis tobillos hasta que me desplomaba en el suelo. Un remolino de hojas secas que me cegaban, me asfixiaban. Unos crujidos que alguien menos paranoico asociaría a maderos podridos, pero que no pude evitar que me sonaran a risitas siniestras. Vagué en círculo horas que se convirtieron en años, tal vez en siglos, hasta que de mis pies brotaron raíces, mi piel se secó y se volvió rugosa y mis extremidades se alargaron hasta rozar el cielo con sus delicados brotes verdes.
Ahora, en compañía de mis hermanos, acompasados nuestros latidos, abrazadas nuestras raíces por debajo de la tierra, espero que se me acerque algún humano con el que divertirme.