Suelto el pincel, me recuesto en la silla con un suspiro de alivio y observo. Estoy exhausto y me duele la mano, pero me siento plenamente satisfecho con el resultado. La portada se muestra ante mí como uno de los mejores trabajos desde que empecé a dibujar cómics de manera profesional.
Mi labor consistió en dibujar y entintar la nueva obra del reputado guionista Alvin Wein, una breve historia de terror que busca rescatar el espíritu de aquellas revistas clásicas que se publicaban cuando yo era niño. El título ya rezuma homenaje: "La mansión del miedo".
Tardé más de tres meses en terminar las 40 páginas. Las jornadas de trabajo fueron agotadoras, provocándome un dolor crónico en la mano derecha que me hizo temer por la conclusión del encargo. Por suerte aguantó hasta el final. Al tratarse de una obra sin color, perfeccioné una técnica que me permitía apoyarme en un recargado uso de la tinta para ofrecer un tétrico aspecto visual, a la par que me servía para disimular pequeños errores.
Dejé la portada para el final. Pese a lo terriblemente minucioso que era el guion de Alvin, sus instrucciones para ella fueron simples. «Inventa lo que quieras», dijo. Me decanté por recrear la fachada de la mansión del título, destacando la puerta principal medio abierta y una ventana más iluminada que las demás. En el último momento añadí un esqueleto tras la ventana, mirando amenazante al lector. Clásico pero efectivo.
No sé cómo lo hice, pero los trazos de esa tinta negra como la muerte crean un curioso efecto que difumina la portada y dirige tu mirada al esqueleto. Es casi hipnótico. Reconozco que me inquieta.
He tenido que esforzarme para apartar la vista. He colocado el lienzo en la esquina de la habitación, para poder verlo desde la cama. El cansancio puede conmigo, y noto un sopor profundo. No me resisto.
Sueño. Recorro la tenebrosa mansión de eternos pasillos. En uno de ellos, bajo una tenue iluminación, me percato de que hay algo a mi espalda. Me giro y lo veo. El esqueleto alarga su mano hacia mí. Corro por la interminable galería, pero mi avance es torpe. Miro mis pies y veo cómo se derriten. Mi cuerpo se está licuando en un creciente charco de tinta oscura. Antes de deshacerme del todo, las frías falanges del esqueleto agarran mi cabeza y, salpicadas de negra tintura, aprietan para reventarla.
Despierto sobresaltado.
Me arde la cabeza, y la mano se resiente con un dolor punzante. Me incorporo y, a la luz de una luna marmórea como un hueso, miro el lienzo. La perfección del dibujo me amansa, pero reparo en un detalle que me deja perplejo. Ningún esqueleto me contempla desde la ventana de la mansión. En su lugar aparece una habitación en penumbra, en la que se intuye una cama con alguien tumbado. Una descarga de intenso dolor estalla en mi mano. Una mano sin piel ni músculos. Una mano huesuda, y blanca como la muerte.