Suena el despertador. Te levantas de la cama y como cada mañana logras arrastrarte hasta el cuarto de baño, donde te miras en el espejo del lavabo. Deseas que hoy sea diferente. Pero el reflejo te devuelve la terrible mirada de un rostro que no es el tuyo.
Aquel extraño comienza, una vez más, su cruel e injusto castigo contra tu persona: palabras envenenadas y dolorosas brotan de sus pérfidos labios sin ningún control. Obligándote a taparte los oídos y tratar de negar en alto todos aquellos despropósitos. Pero de nada sirve tu patético esfuerzo.
La voz está dentro de tu cabeza.
La retahíla de hirientes burlas e insultos, acompañados por aquella desagradable y odiosa risa, siguen siendo arrojados con saña hacia tu persona. Solo tienes que permanecer impasible hasta que ese horrible ser se canse de atormentarte hasta el día siguiente. Pero algo en tu interior te impide hacerlo. Esta vez es diferente. La chispa se convierte en un furioso incendio. Esta mañana te enfrentarás a él de una vez por todas.
Te haces con la vieja navaja de afeitar de tu difunto padre. La contemplas durante un buen rato, meditando lo que piensas hacer. Pero él no ha dejado de hablar en ningún momento. El reflejo sigue devolviéndote esa mirada cargada de desprecio que ya no quieres volver a ver nunca más.
Hundes decidido el gélido filo de la navaja en ese repugnante rostro. El acero templado se desliza con siniestra elegancia, trazando un fino y sangrante camino. Duele. Pero sabes que a él le duele mucho más esta sublevación. Por primera vez notas el miedo en su voz. Y eso te anima a continuar.
Cuando el círculo se cierra comienzas a arrancar con una furia inusitada al indeseable intruso. Este te amenaza mientras lo despegas dolorosamente de ti. Pero estás demasiado ocupado luchando contra el desmayo como para atender a la desagradable voz.
Cuando te atreves a volver a ver el reflejo del espejo, un rostro descarnado te devuelve la mirada.
Tu rostro.
Contemplas la cruel y burda máscara de piel que descansa en la pila del fregadero, tiñendo la inmaculada porcelana con el profundo rojo de la sangre.
Ya no habla. Ya no se burla. Ya no se ríe a carcajadas. La pesadilla ha terminado por fin. Ahora solo reina el reconfortante silencio. Y te dejas sumir en él hasta que la oscuridad te reclama.