En nuestro parque siempre acuden las palomas. Los últimos destellos del sol dan brillo a sus ojos, mientras mueven sus cabezas al son de una necesidad insólita, golpeando sus picos contra los granos de arroz y contra el cuello de más de una que amenaza con quitárselos. En ese momento, mi abuela me sonreía, a ratos.
En tiempos pasados me llevaba de la mano por este mismo lugar y nos entretenía alimentar a estas autómatas aves. Ahora, invadido por esta costumbre, me entretenía recordar aquellos momentos y, cogida de mi brazo y encogida de frío, mi abuela se dejaba llevar al son de, esta vez, mi insólita necesidad.
Regresamos a casa y, sirviéndole la cena en su cama, no podía dejar de pensar en aquellas ratas con plumas. La mirada de mi abuela, opaca y en otro lugar; sus arrugados labios, dispuestos como un pico, alcanzaban torpemente la cuchara que le acercaba. Calva y esquelética, desprovista de toda energía, no podía ser una paloma, si acaso otra cosa... El cuarto se tornaba gélido y silencioso, brotaban suspiros a modo de goteras de desesperación.
Un cansancio descomunal sobre mis hombros me obligaba a arrastrar los pies hasta mi salón. Solo sobre mí podían apoyarse extrañas fuerzas, nadie más dosificaría mi destino. Las muertas voces del televisor me inducían a un profundo sueño, como una macabra nana compuesta de palabras inconexas, carentes de sentido y lejanas. El sofá se hundía, y yo en él.
Un golpe hueco me despertó. Recorrí rápidamente el pasillo hasta el cuarto de mi abuela, mientras se oían repetidos golpes.
—¿Abuela?
Cuerpo escuálido y blanco como el yeso corriendo enérgicamente por todo el cuarto; sus ojos abiertos y palpitantes observaban fugaz y perdidamente toda la habitación. Desnuda, no solo de ropa, casi también de piel. Corría, dando vueltas y saltando la cama, con un abrupto movimiento de cuello, provocando repetidos y secos golpes con los talones.
Falto de respiración, le agarré con fuerza de los hombros y se desvaneció sobre mí como un cadáver. Pequeños golpes no cesaban, provenían de la puerta de vidrio que daba al patio. Multitud de palomas colmaban toda superficie, reposando, posicionadas frente a nosotros. Una fila de palomas, a su vez, golpeaban la puerta descoordinadamente.
Me despertó, de nuevo, un repetido golpe. Mi abuela yacía en un sillón a mi vera, desnuda y tiritando, con mirada perdida, agitando nerviosa los pies contra el suelo y articulando arbitrarias oraciones.
Le tapé con la primera manta que encontré, le conduje hasta su cama y no pude evitar inundar mi rostro de lágrimas. Sentía miedo. Mi abuela me miraba a los ojos y podía sentir su tristeza; en cuestión de segundos, traducida en una cruda y animal indiferencia.