Fue expulsado del instituto, y aquella tarde se quedó solo en casa. Su madre trabajaba de enfermera. Edwind estaba harto de sermones, y las hormigas rojas pululaban dentro de su sangre, y todos estaban en contra de él ese día. Se recluyó en su cuarto dando un portazo.
Cuando su madre se fue a trabajar, mandó un wasap a su amigo Arturo. Le prometió alcohol, y el otro tardó poco en llegar. Le gustaba la juerga. Solo tenía 16 años. Su padre, descanse en paz, escondía una botella en su despacho. Era un whisky viejo que guardaba para una ocasión especial. Los dos amigos se la bebieron pasándose la botella, y bebiendo largos sorbos, sentados cómodamente en el sofá. Media hora más tarde ya no quedaba whisky. Edwind se levantó y cogió las llaves del Wolswagen que permanecían en un cajón del despacho.
Se rieron los dos como idiotas cuando el motor rugió bestial y potente. La funda de cuero que recubría el volante era suave y confortable. Salieron de la ciudad. Arturo le incitaba a adelantar, y luego sacaba la cabeza por la ventanilla, y se burlaba de los otros conductores, pero al querer dejar atrás a un pequeño utilitario, un camión apareció de frente. Dio un fuerte volantazo, por lo que el coche se deslizó atravesando el arcén, y volcó en un prado, no sin antes dar unas cuantas vueltas de campana.
Edwind boca abajo y aturdido, miró a su compañero, y no vio más que la mitad del tronco de su amigo, que salía de forma poco natural por la ventanilla retorcida. Debió perder el conocimiento. Estuvo mucho tiempo en el hospital. Su amigo murió en el acto. No encontraron su cabeza.
Después de un año todo fue a peor. Las pesadillas ocurrían cada noche, y cada vez eran más claras y siniestras. El psicólogo le decía que era porque se sentía culpable por la muerte de su amigo. La cabeza también lo tenía claro, y en cada pesadilla le obligaba a mirarla. Le preguntaba como iba a besar a ninguna chica ahora.
—Tío, joder, mira lo que me has hecho… ninguna piba va a quererme besarme, cabrón.
—Estás muerto Arturo.
—Claro, Edwind, claro. ¿Y quién tiene la puta culpa? ¡Tú la tienes HIJO PUTA!
—Lo siento…
—¿De qué me sirve a mí que lo sientas, capullo?
No servía de nada. El psicólogo tampoco servía de mucho, y ya Arturo empezaba a aparecer incluso cuando Edwind estaba despierto. Se lo contó al psicólogo, y este se limitó a mirarlo como si fuera un insecto, y a garrapatear en el cuaderno que siempre tenía en la mano.
Edwind imaginaba que entraba de noche en el despacho del psicólogo, y le robaba el maldito cuaderno solo para ver lo que escribía de él. Una noche despertó después de una pesadilla atroz, y encendió la luz. En la mesilla estaba el cuaderno. Había sangre y con ella habían escrito:
“Edwind, he despedido al psicólogo”