Una fría mañana otoñal envolvía el pálido semblante de todos los presentes. No eran demasiados. Unos pocos familiares y algunos de los amigos más allegados. Había llovido la noche anterior y el olor a tierra mojada inundaba el cementerio. La misma tierra que cubría la reducida tumba del pequeño Carlos. El padre mantenía una estoica entereza. El impacto de la desgracia había inducido en su esposa un estado de ausencia permanente. Vivían en una antigua casa de campo heredada hacía unos años. Hasta hace poco, un idílico lugar para ver crecer a una criatura de catorce meses de edad. Una tarde todo cambió. Madre e hijo descansaban en el porche trasero de la casa, recostados en un cómodo balancín que se mecía ligeramente. Frente a ellos, una piscina que debía haberse vaciado hacía un par de semanas. Sonó el teléfono y la mujer confiada se levantó y atendió la llamada en el interior del hogar. El niño parecía dormir profundamente. Sin embargo, el reino de Morfeo es caprichoso. De manera inesperada, el crío abandonó el absorbente mundo de los sueños. Aquel chiquillo era hábil, diestro en los desplazamientos. Caminaba desde hacía varios meses dominando una equilibrada y decidida marcha. Bastaron unos segundos para que se incorporara y se dirigiera hacia el fatídico cubículo acuático. Peligrosa y despreocupada curiosidad infantil. Un trágico suceso transformó un plácido atardecer en un oscuro drama repleto de gritos desesperados junto a un diminuto cadáver flotante.
Tras el entierro, la abatida pareja sobrevivió al resto de la jornada entre monosílabos y miradas perdidas entre las agobiantes paredes de la vivienda. Pronto estuvieron arropados bajo las sábanas. De madrugada, un sonido alteró el precario descanso alcanzado finalmente por el padre. A su lado, distinguió vagamente el vacío dejado por su mujer. Una apagada voz llegaba desde el salón. Se levantó y acudió en busca de respuestas. En la penumbra, atisbó una figura sentada en el sofá. Pudo ver como estaba cubierta de barro y suciedad. Mecía rítmicamente un bulto sujeto entre sus brazos. Al acercarse pudo observar mejor la escena. Contempló con horror como la madre de su difunto hijo abrazaba su cadáver. Lo apretaba fuertemente contra su desnudo pecho, pegando la boca del fallecido Carlos al descubierto pezón de la perturbada progenitora. Levantó la cabeza hacia su aterrado marido y mirándolo fijamente pronunció unas últimas palabras: “Te esperamos”. Aquel hombre, asomado a los abismos del horror, vio entonces el gigantesco cuchillo reposando junto a su atormentada cónyuge. La bonita joven con la que había convivido los últimos años agarró el afilado utensilio de cocina. Con un certero corte se rajó el cuello, dejando que una catarata de sangre inundara el cuerpo del pequeño. En ese momento la cordura desapareció, huyó eternamente. El trastornado padre se sentó junto a ellos. Apoyó la cabeza sobre su esposa ya muerta y cogió la fría mano del ensangrentado niño entre las suyas. Los tres juntos, como siempre debía haber sido. Tras unos minutos cogió el afilado y mortal instrumento.