Vivo solo. La mayor parte de mi vida la desarrollé en soledad. Mis padres murieron jóvenes. Primero mi madre, de un cáncer fulminante y luego mi padre, según dicen, de tristeza. Heredé la casa familiar, a la que conozco centímetro a centímetro dado que no es muy grande y ha sido la única casa en que habito desde que tengo noción de existencia. Todos los objetos: muebles, luces, libros, me son familiares. Podría desplazarme en la noche, y de hecho lo hago muchas veces, sin encender las luces y sin tropezarme con nada. Encender las luces cuando quiero sin errar un milímetro a las teclas. Ya superé los treinta años y siento un culposo placer de vivir en total y absoluta soledad.
Desde niño suelo dormir con los pies destapados. Manía o hábito. Tanto en invierno como en verano. Pero anoche sucedió algo singular. Me desperté en medio de la noche sin motivo ya que reinaba el más absoluto silencio. Y entonces sentí el roce. Como la caricia de una pluma que atravesaba la planta de mi pie. Me sobresalté, prendí la luz de la mesita de noche y comencé a hurgar en la habitación, que tenía la puerta cerrada y las celosías bajas. Nada. Después de la tercer exhaustiva revisión volví a la cama. Tarde en dormirme nuevamente.
Nunca me gustaron las mascotas. No tengo nada contra los animales, pero los pelos de gatos y perros me generan alergia. Amén de una sensación de repulsión al encontrarme restos de sus pelambres o excrementos. Por eso jamás quise ni necesité compañía animal.
A la noche veo la televisión en mi sofá. Uno que era de mis padres y que hice retapizar a nuevo. Suelo apoyar la bebida en una bandeja sobre la alfombra. Cuando intenté tomar el vaso sentí la caricia de unos dedos sobre mi mano. Digo dedos pero en realidad podría ser una pata. Algo suave, peludo pero firme. Volqué el vaso que había tomado, prendí todas las luces, tomé un cuchillo de la cocina y me agache cautelosamente bajo el sofá esperando ver algún animal que se había colado en la casa mientras yo trabajaba. Nada. En toda la habitación, nada.
La noche siguiente me dispuse a ducharme después de un día agitado en la oficina. Mi ducha no tiene mampara, una cortina plástica cumple esa función. Me gusta cerrar la puerta para que se concentre el vapor porque me parece saludable a los pulmones. Me estaba enjuagando el champú del cabello, en esa confusa realidad en la que quedamos momentáneamente ciegos, cuando sentí el sonido de los goznes de la puerta. Enjuagué rápidamente mis ojos y logré ver una silueta difusa recortada sobre la cortina. Irracionalmente tome el cepillo para espalda, como un arma, y abrí la cortina abruptamente. Nada. Solo la puerta del baño entreabierta, moviéndose ligeramente.
Ahora entiendo a Papá. A veces la tristeza se confunde con el horror. Y él tenía un niño pequeño para cuidar.
Yo estoy solo y Mamá me necesita.