Sherman ignoraba cuándo había empezado todo, también el motivo de la extraña simbiosis, pero el caso es que, en un momento dado, aquellas moscas azules que refulgían al sol como aguamarinas y que a saber de dónde habían salido, parecieron ponerse de acuerdo en acompañarlo a todas partes. Aunque lo peor estaba por llegar, porque al pasar de los días, las repugnantes moscas fueron aumentando en número y las personas comenzaron a quejarse. Primero se quedó sin trabajo, después sin amigos. La gente por la calle se apartaba al verlo venir con semejante enjambre azul a su alrededor; y pronto le prohibieron la entrada en restaurantes, cines y supermercados. Un día llegó a casa y encontró una nota de su mujer: «Lo siento, Sherman, pero no aguanto más esta situación. Vivir contigo es como estar en un vertedero. Me voy con los niños». Al final todos le abandonaron menos las moscas. Ellas no. Lo seguían a todas partes con una fidelidad y devoción que daba miedo. A veces se rezagaban sobre un cubo de basura, los excrementos de un perro o la gomina de algún ejecutivo; pero al cabo alzaban el vuelo y le daban alcance allá donde estuviera. «No le encuentro síntoma alguno de enfermedad. Y es usted un hombre aseado. Esto escapa a mis conocimientos ─le dijo el doctor Chandler, mientras apartaba las moscas a golpe de radiografía, para añadir después─: ¿Ha probado con insecticida?» Sí, Sherman ya había probado con eso, pero morían unas y aparecían otras. Lo comprobó el día que se encerró en casa y dejó el suelo alfombrado de color azul una vez vaciados dos botes de insecticida, exterminándolas a todas. Y aunque después decidió no salir en una temporada, esperando que el problema se fuera como había venido, a la mañana siguiente del exterminio, los vecinos se presentaron en su puerta para protestar por el enjambre de moscas que rodeaba el edificio, como si este fuera un enorme zurullo.
Desesperado, terminó visitando a un hechicero. Aquel hombrecillo oscuro y marchito, que olía a vómito y masticaba sin nada en la boca, después de escuchar su historia, lo agarró de una mano y lo sacó al patio exterior de la casa. Parados bajo el sol esmerilado de la tarde y en medio de la nube azul y zumbona, lo mandó mirar al suelo y dijo: «Ahí tiene el origen de su problema, querido amigo: hace tiempo que arrastra el cadáver de su sombra».