Te asomas a la ventana y tu mirada se fija en aquella casa. A través de sus ventanales crees ver la silueta de alguien sentado en un sillón. No llegas a distinguir que está en un gran salón, con techos altos y muebles antiguos. Toda una pared está cubierta por una librería, en otra cuelgan dos enormes cuadros con escenas de caza mientras que el resto del espacio está poblado por decenas de animales disecados. Una cabeza de oso a punto de soltar un poderoso rugido, un martín pescador sobre una rama, un joven zorro a punto abalanzarse sobre dos pajarillos que se encuentran copulando… No están vivos, pero tampoco parecen enteramente muertos. Tú no lo ves, pero te sientes incómodo, no puedes dejar de mirar y te preguntas cuánto tiempo lleva la persona del sillón ahí sentada. Algo te dice que nunca se levantará. Y estás en lo cierto. El anciano habitante de la casa se encuentra allí, con la boca desencajada y la lengua asomando entre sus dientes amarillos. Si no fuera porque está cubierto de sangre y sus ojos no se encuentran en las cuencas, parecería que había muerto de risa. Justo en frente de él, en el lugar preferencial de la habitación, emerge sobre un pedestal dorado el mayor tesoro de la casa. Un enorme pavo real muestra su precioso plumaje, cuyos tonos verdes y azules reciben el brillo plateado de la luz de la luna. El animal, con el cuello estirado y el pico ligeramente levantado, dirige sus ojos negros hacia su desafortunado dueño.