Sabor a sangre en una boca destrozada donde se mezclan trozos de carne desgarrada y fluidos humanos. Abro los ojos y veo restos de personas muertas sobre mí. No siento miedo, sólo asco de una realidad rota. Almas que me observan desde la altura en este infierno de espíritus que vagan entre la oscuridad y el silencio. Soledad bajo esta capa de seres inertes y ánimas desesperadas. Intento un movimiento, pero el peso de la podredumbre me aplasta hasta ahogar un lamento en la distancia. Sigo inmóvil en este ataúd orgánico que me asfixia y me pregunto cuándo terminará esta agonía. Olor a descomposición de seres de una sociedad corrupta, cuerpos sin corazón y con entrañas descubiertas. Pasa el tiempo e intento huir de mi desdicha, pero las macabras sombras impiden mi avance, riendo salvajemente frente a mi desgracia, siendo conscientes de que pronto seré una de ellas. Pretendo luchar en una batalla perdida prolongando mi angustia hasta un límite insoportable. Intento respirar mi último aliento con un aire que no llega. Y continúo allí, formando parte de un puzzle macabro creado en un averno temible, sin posibilidad de futuro, en un repulsivo presente lleno de putrefacción.
Suena el despertador y vuelvo a mi mundo. La pesadilla que se repite se difumina ahora en la mañana. Vuelvo al trabajo. Recojo a vagabundos muertos y los llevo a facultades científicas, gente sin hogar que en algún momento de su vida fueron significativos para otros, pero que ahora no son nada más que deshechos de la colectividad humana. Observo sus almas huyendo de su parte mortal y deseo ser una de ellas, liberadas por fin del hastío y la repugnancia de este mundo cruel y sombrío.