Las suelas duras de los zapatos estúpidos, de charol brillante, que me obligan a llevar por las tardes, al volver de la playa, hacen un ruido como de ranas metálicas, y descubren mis pasos de explorador espacial en los pasillos desiertos de mi edificio de viejos de mi verano.
Me gusta burlarme de ellos, con sus taca-taca gigantes, y sus carritos de la compra. Y tocarles fuerte el timbre para salir corriendo y esconderme, temblando, de sus escupitajos de alemán de dentaduras postizas.
El único niño del bloque.
El pasillo del 5º está siempre oscuro. Es el último piso y sólo vive un viejo. Al fondo.
No suelo ir. La distancia hasta los ascensores es demasiado larga para esconderme a tiempo y, sólo de pensarlo siento unas manos arrugadas de salitre que me agarran por detrás. Y me encierran. Y le envían mis orejas a mis padres, que respiran aliviados y se marchan corriendo, a casa, con mi hermana pequeña… No suelo ir al pasillo del 5º.
Pero a veces me pruebo. Y voy de puntillas. Y hago que toco. Y corro. Y me salvo gracias a mi supervelocidad supergaláctica.
Pero aquel día no pude correr. El olor me agarró y me pegó, y me empujó los ojos por detrás, y retorció mi campanilla. Y el gazpacho de todos los días de mamá de verano se rebeló en mi estómago intentando escaparse.
Me costó tres días acostumbrarme al olor. Seis gazpachos que regaron las plantas del pasillo del 5º y un bote entero de Nenuco que robé del baño.
Cuando pude resistirlo, empecé a disfrutarlo. Cogí una silla de la portería vacía y, sobre ella, de puntillas, llegué al ventanuco de la cocina y me colé dentro. Y allí estaba, en el salón, sentado frente a la tele, inflado y verdoso. Evaporándose espeso en el aire de colores de su apartamento del 5º.
Todos los días, durante todo el verano, iba a ver sus progresos de viejo muerto, y veíamos juntos la tele; y me contaba historias olvidadas de la guerra, y de los muertos que veía y pasaban a visitarnos a nuestro salón secreto a ver la tele con nosotros, y que me acariciaban para sentir mi piel tibia y el paso palpitante de la sangre, y se quejaban del frio y el hambre de sus pasillos oscuros y lejanos. Y yo le escuchaba mientras le daba la mano para que no se sintiera tan solo. Y dejaba que el aire caliente y picante me infectara los pulmones, y me hiciera sentir que yo estaba vivo en mi edificio de muertos de verano.
El olor de mi infancia.