El sonido de sus zapatos de tacón por el descansillo revuelve mi estómago. Entra en casa, con mucho sigilo. Cierro la puerta de mi cuarto presa del terror. Ingenua, creo que mi puerta de chapa, hueco en su interior, y sin pestillo: es mi fortaleza de muros insondables; impenetrables.
Contabilizo sus pasos a mi habitación sin saliva en la boca. Paralizada: me imagino mimética con la cama o el armario, en un estado semi catatónico en el que no respiro: ni me vea.
Entra y, ¿Quién será esta vez?
Una niña con voz dulce insegura, confundida: temerosa por contarme sus confidencias.
Una enfermera servil, autoritaria: que me trata como a un enfermo más en la planta de oncología del hospital donde trabaja.
Pero esta vez, entra una despiadada personalidad límite que mira con ceño fruncido y cejas picudas. Sin afecto, con los ojos desencajados de un negro color pupila, que poco a poco la pandemia extendió la oscuridad hasta cubrir los iris a unos negros sin vida. Una mirada de ira fija, aviesa y de desprecio que no me reconoce. Una boca retorcida que me escupe cuando grita con los dientes incisivos torcidos. Una fiera humana en su aspecto de mujer, pero un monstruo de múltiples gestos que deforma su rostro genuino en uno poliédrico de multiplicidad de reversos, que gesticula muecas espeluznantes con cada palabra que esputa. Labios secos y finos que relame. El miedo me paraliza. Me meo encima. Me insulta, ¡Puta, suéltame!, me increpa entre dientes. Es ella la que me agarra: la que me clava las uñas ¡Cerda, puerca! ¡Eres un demonio! ¡Traidora, ojalá te pudras en el infierno! ¡Te acuestas con tu hermano! ¡Vendes tu cuerpo! ¿Cuánto te da? ¡Te vendes en la esquina: puta!
Me intento desembarazar de ella: que me suelte. Soy más fuerte ¡Y no le quiero hacer daño!
Es una mujer envuelta en una capa de velo vivo que muta en caras monstruosas. Grita frases despiadadas con incoherencia invertida; sin raciocinio. Un velo que no es del todo opaco: vislumbra el rostro genuino de una mujer que amo.
El forcejeo es eterno. Alarga su mano a mi cara. Me pega una torta, aunque estiro el cuello todo lo que puedo hacia atrás. Agarra un cenicero macizo de cristal y me amenaza con él. Logro soltarme de sus brazos que me encadena en la esclavitud de la complacencia tiránica de sus agresiones; sometimiento por miedo. Lanza el maldito cenicero. Con cierta pericia lo evito y no me da. Abro la puerta de mi cuarto. Salgo. Corro por el pasillo abro la puerta de la entrada y me largo. No llevo llaves ni dinero, ni el DNI. Ando por la calle como un zombie. Respiro. Siento una libertad efímera. Mi sombra me alerta que el Sol ya posó y ahora son las luces de las farolas las que alumbran. No sé dónde estoy y cuándo volveré.
_¡Despierta!
_No grites! tranquila.
_Mamá está muerta. Hoy es tu cumpleaños, cumples 12.