A Martina siempre le habían dado miedo las puertas abiertas. Hay quien pensaría que un miedo tan infantil se supera con el paso del tiempo; no tienes siete años, ya no hay por qué pasar las noches con la vista fija en el rectángulo negro a los pies de la cama, con el cuerpo tenso y preparado para la aparición sigilosa de algún ser espectral.
Qué tontería.
Sin embargo, Martina pasaba la treintena y seguía sin poder dormir con la puerta abierta. Al contrario de lo que habría sido lógico suponer, el tiempo no había suavizado su temor, sino que lo había empeorado. Demasiados libros apilados en su mesilla, juegos de inventar fantasmas, películas grabadas a fuego en la retina. El miedo había ido encontrando por el camino herramientas para hacerse más fuerte y corpóreo, adquirir múltiples apariencias y dispararse al menor crujido.
De todas las fobias que le había dejado la imaginación, las puertas abiertas seguían siendo su némesis. No había noche en que no se asegurara de que su cuarto quedaba cerrado, sin una sola línea de luz capaz de entrar por el quicio de la puerta. No necesitaba un candado, no hacía falta una llave… solo saber que, si alguien quería observarla desde los pies de la cama, tendría que bajar el pomo y ella lo sabría. No quería que ningún fantasma la mirara sin que ella lo notara, eso era todo.
Cuando por descuido, o quizá intentando superarse a la luz del día, dejaba a su alrededor alguna puerta entreabierta, todos los resortes de su memoria visual se activaban de manera irremediable. Mientras hacía la colada, miraba de reojo la puerta que no había cerrado del todo e intuía, casi nítidamente, la mitad del rostro pálido que se asomaba inmóvil y en silencio desde el pasillo. En otras ocasiones era una cuenca vacía, sin expresión, o ese vecino alto y esquelético que le daba miedo de pequeña. A veces el miedo venía, sin ningún filtro ni pudor, en la forma del espectro más inverosímil de los que estaban esa semana en cartelera. Todos ellos la miraban tender la ropa, o fregar los cacharros, u ordenar libros, o… Ninguno hablaba. Estaban camuflados y habitaban la línea que existe entre lo que se ve y lo que no, pero ella notaba sus miradas clavadas en la nuca cuando, haciendo de tripas corazón, decidía dejar una puerta abierta. Si se quedaba muy quieta, de espaldas, incluso podría oír sus respiraciones lentas.
Por eso aquella mañana la pilló por sorpresa, mientras se secaba el pelo. El desconocido que la miraba desde la puerta tenía una apariencia totalmente normal. Pero esta vez era real. Lo supo porque lo primero que vio de él fue su sombra y porque la puerta se abrió a su paso.