Un gruñido escapó de sus fauces. De vez en cuando se dejaba escuchar un chirrido, el sonido de esas dagas de marfil rechinando unas contra otras. El suelo estaba húmedo, rojizo, cliente, machado con la sangre que goteaba poco a poco. Las zarpas negras y afiladas profundizaban cada vez más en sus tripas. Sus ojos, antes alegres y brillantes, ahora eran cubiertas por una neblina tenebrosa, su mirada perdida en el cielo. Sin vida, su cuerpo estaba allí tendido siendo devorado. La bestia seguía mordiendo y masticando atravesando capa tras capa: piel, grasa musculo hasta llegar al hueso. Eso se regocijaba rasgando la piel y salpicando su cara con la sangre de su víctima. El olor del cadáver, el olor a muerte le parecía el perfume más delicado. Le hacía sentir extasiado. En sus acciones no había remordimiento, solo ansia. Ansia de comer, de devorar. Término con su presa, pero su apetito aun no se había saciado. Abandonó los restos allí, ni los carroñeros podrían aprovecharlos. Se introdujo en el bosque y se sumergió entre las sombras para acechar a su siguiente presa. La oscuridad lo envolvió por completo. En la penumbra se sentía a gusto, en casa.
- Despierta…
Un susurro a lo lejos
- Despierta
Más cerca.
- ¡Despierta!
Un grito que trajo consigo luz. Luz y una almohada. Y una habitación. Una casa.
- Ugh…
La niña abrió los ojos, moviéndolos de un lado a otro desorientada. Le costó unos segundos recordar donde estaba.
- ¡Ya voy! –grito con su dulce voz infantil.
Se levanto pegando un saltito y se dirigió rápidamente al baño para ducharse dejando atrás un montón de sabanas enmarañadas, rasgadas, cubiertas de barro y de sangre.