¡Tuc, tuc, tuc! Lucía abrió los ojos. ¡Tuc, tuc, tuc! Se incorporó. En la tenue luz pudo distinguir la figura de un pájaro. Se acercó. ¡Tuc, tuc, tuc! Algo muy extraño, un cuervo golpeteando a la
ventana. Sus intentos de espantarlo resultaron solo en un graznido. Frustrada, pensó en reconciliarse
con la almohada. ¡¡¡Tuc, tuc, tuc, tuc, tuc, tuc!!! El golpeteo esta vez fue más intenso e irritante.
Convencida de que el ave escaparía volando ni bien abriera la ventana, quedó atónita cuando el pajarraco insolente invadió su privacidad y comenzó a acosarla. Finalmente se posó, mirándola fijamente; no solo no estaba asustado, sino que la importunaba a seguirlo. Salieron por la ventana.
Una neblinosa noche otoñal pero, inexplicablemente, no sentía frío. El ave, más oscura de la
noche, la conducía con graznidos, aleteos y picotazos indoloros. Unos breves instantes después individuó la forma borrosa del viejo roble. A medida que se acercaban, la extrañeza se convirtió en ansia y, finalmente, en terror: gritó con todas sus fuerzas pero ningún sonido rasgó el silencio sepulcral.
Una mujer estaba inmovilizada con la espalda pegada al tronco. Vestía solamente una camisa,
desabotonada. Se acercó. Las cuerdas impedían al cuerpo ensangrentado de caer hacia adelante. Lucía estaba aterrada y aturdida: la mujer se le parecía terriblemente, aunque de mayor edad. Se hubiera angustiado por su madre, pero descansaba en paz desde hace años. El cuervo graznó, saltó sobre
el cuerpo inerte y afondó su pico en el seno derecho, luego alzó el vuelo con su presa. Lucía se
aproximó titubeante. Llevaba unos pocos segundos inspeccionando aquellos rasgos dolientes, cuando la mujer abrió repentinamente los ojos. El sobresalto fue tan grande que por poco no se cae de la
cama. Lucía estaba empapada de un sudor frío como la neblina en su sueño. ¿Había sido una pesadilla? Se giró hacia la ventana. No había ningún cuervo. Espiró.
La pesadilla la importunó en los siguientes días, pero con el tiempo perdió intensidad y Lucía
la sepultó. Reviviría. Quince años después, los titulares anunciaban el crimen más macabro en la
historia local: una mujer había sido encontrada atada a un árbol, prácticamente desnuda y con evidentes signos de tortura y violencia sexual.
Aquella misma noche de quince años antes, Lucía no comprendió que se trataba de un presagio, con el cuervo en el papel de torturador. Quince golpes esperó el ave infernal, quince años
exactos transcurrieron. El asesino entró en su alcoba por la misma ventana, la ultrajó por primera
vez. La condujo al viejo roble, desató su ferocidad morbosa y, al final, mientras ella gimoteaba
exhausta deseando la muerte, se llevó su pezón derecho como trofeo, extirpándolo con las propias
mandíbulas.
Cada año, al atardecer de aquel aciago día otoñal, un cuervo visita el viejo roble. Grazna durante la noche, como la anterior, sobre un viejo sauce.