Aquella noche era más silenciosa y más tenebrosa de lo normal. Mis miedos volvieron a aflorar cuando mis padres se durmieron y me dejaron solo, en mi habitación. Yo lloraba y les pedía que no me dejasen. Que por las noches se instalaba un monstruo en mi cuarto y esperaba a que yo me acercara para atraparme.
Mi padre reía, y me decía que ya era mayor para dormir solo, que era un miedica y un llorón por creer en fantasmas.
Cuando el silencio era total y la oscuridad absoluta, empecé a oír los pequeños susurros y golpes bajo la cama, como todas las noches. No quería moverme para no hacer ruido. No quería llamar la atención del ser que me visitaba en la soledad.
Mi madre siempre me decía que los monstruos no existían. Que mirase sin temor debajo de la cama y comprobara que no había nada por lo que asustarse. Una vez que lo hiciera me quedaría tranquilo y podría dormir. Quizá para los adultos no existan, pero yo podía escucharlo. Oía los ruidos, cómo se movía, cómo pronunciaba leves quejidos, cómo arañaba el colchón desde abajo. Una vez oí a alguien que aseguraba que el poder del cerebro puede llegar a ser tan grande, que, si se desea con muchas ganas, o uno se convence totalmente de algo, la mente hace que se materialice.
Armándome de valor y temblando al mismo tiempo me propuse mirar bajo la cama, cosa que nunca antes me atreví a hacer. Encendí una pequeña linterna y poco a poco agaché la cabeza. La poca luz que desprendía me ayudó a vislumbrarlo. Allí estaba el ser, tumbado en el frío suelo, con su cuerpo deforme, su grotesca mirada, sus garras en las manos y unos colmillos enormes llenos de sangre. Estaba comiéndose uno de sus brazos. La visión era horrible, me dejó petrificado de miedo y sin poder gritar. Cuando el ser me vio, se abalanzó contra mí para atraparme.
Mi cerebro no pudo soportarlo. No recuerdo qué ocurrió después. Sólo sé que desde entonces no puedo moverme. Aquella visión me dejó en ese estado para el resto de mi vida, postrado en cama, y acompañado todas las noches por aquel monstruo que seguía visitándome. Aquel monstruo que yo mismo creé.