Coartada.
«No es una mentira, solo una media verdad», dijo mi abogado. Aunque era consciente de que me encontraba en una situación delicada, no terminaba de convencerme. Este no era el tipo con el que había pasado casi toda la noche charlando en el hotel. Aquel era un señor mucho más sofisticado. Un hombre de mundo, con el que tuve una interesante conversación. Con este que insiste en que estuvo toda la noche conmigo no habría pasado de cruzar más que unas pocas palabras. Es rudo, sin estudios, sin educación. Su ropa sin planchar, su olor a macho cabrío. No. No es él. Definitivamente no. «Estuvimos bebiendo toda la noche, hombre. Normal que ya no te acuerdes de mi cara», insistía aquel extraño. Y mi abogado lo repetía. No dudé ni un segundo de mi mismo pero, ante la insistencia de ambos y la inminencia del juicio, cedí. Necesitaba una coartada. No me quedaba otra.
Con esta verdad a medias fuimos a juicio; yo, mi abogado y aquel testigo, cuya motivación aun no alcanzaba a comprender. Fue terrible contemplar las fotografías de cómo habían quedado los cuerpos de mi amante y sus dos pequeñas. Maniatadas, con cinta americana color naranja. Qué color más extraño y llamativo. Aún más se me atragantó el testimonio del agente, que se regodeaba en las crueldades sufridas por aquellas almas inocentes. Habló de un punzón o de un destornillador, que fue con lo que mataron a la madre; mi pobre Alicia, mi amante, mi amiga. El arma no se encontró en la escena del crimen. Podía sentir la hostilidad en sus palabras. Para la policía no cabía la menor duda, yo era el asesino. No importaba las veces que lo explicara. Salí de la casa a las doce de la noche y me dirigí al hotel. Sí, discutimos. Sí, le grité, delante de las niñas. Sí, la abofeteé, esto no se lo dije al agente que me interrogó. Recomendación de mi abogado. Otra verdad a medias. Pasé la noche en el bar del hotel, bebiendo y hablando con uno de los huéspedes. No, no recuerdo su nombre.
Después, de la nada, salió el otro. El falso, el suplente. El que dice que estuvo conmigo. A él nos agarramos como a un clavo ardiendo. Le tocaba testificar. Describió el hotel escrupulosamente, las horas cuadraban. Su declaración no tenía fallos. La habían hilado a la perfección. Terminaba mi pesadilla. Me declararon inocente. Ya salíamos del juzgado, mi abogado montó en su coche, yo comenté que esperaría el autobús y mi improvisado testigo se ofreció a llevarme en su moto. «Me da miedo ir en moto», dije. «No te preocupes, llevo un casco extra», respondió. No quise negarme. Estaba ya dispuesto a superar todos mis temores cuando aquel tipo levantó el sillín de su scooter y sacó el casco, dejando al alcance de mi vista lo que debajo de este se encontraba: un rollo de cinta americana color naranja y un punzón ensangrentado. Yo era su coartada.