A mí nunca me ha gustado la lluvia. Me pone nerviosa, sobre todo cuando hace mucho ruido y parece que se esté cayendo el cielo. Pero aquella noche era distinto. Estábamos en su coche y las gotas resbalaban por el cristal y yo jugaba a seguir su recorrido con el dedo. Él tenía la mirada perdida y no decía ni una palabra. La verdad es que yo tampoco podía hablar, todo era tan perfecto que habría sido estúpido romper ese silencio.
Mientras las gotas de lluvia hacían carreras por la ventanilla, me era imposible apartar la mirada de él. Estaba ahí, con la camisa que tanto le gustaba, siempre con la mitad de los botones desabrochados, a pesar de que todos le decían que se parecía a Camarón.
Teníamos la música muy alta, pero era normal en nosotros. La gente se quejaba continuamente cuando íbamos con las ventanas bajadas. Bueno, no todos. Algunos se animaban y gritaban: «Soy minero» al ritmo de Antonio Molina. Pero en ese momento estaba sonando una canción de Rocío Jurado. Sí, nos gustaban las coplas, y mucho.
Mi mano derecha acarició su rostro frío y pálido. Claro, era normal, llevábamos varias horas sin movernos de ese coche sin calefacción. Le cogí de la mano y lo besé. Me quedé unos segundos apoyada sobre su hombro, con los ojos cerrados, y me dispuse a arrancar el coche.
La sensación era extraña. Ya hacía un rato que lo había matado y a ratos le hablaba como si siguiera vivo. Qué idiota. En cuanto giré la llave, Rocío Jurado paró de cantar y empezó a sonar «Ay, pena, penita, pena».