Hoy lloverá y Don Cosme vendrá por fin a buscarme. Me sacará del paragüero, frotará con una gamuza el puño, que remeda la cabeza de un bosquimano y, por mor de ancestrales supersticiones que puedan traer mal fario a la casa, decidirá abrirme en el pasillo de la escalera vecinal, asegurándose de que todo esté en perfecto estado: que mi esqueleto de varillas metálicas mantiene firme su estructura de carpa circense; que no albergue rasgaduras o picadas; que el mango (mi cabeza) esté perfectamente anclado al mástil y no gire o se salga de su eje; que no esté suelto el botón nacarado de la presilla que me mantiene recogido cuando no llueve; y que la contera, que así se llama la punta metálica de los paraguas, esté firmemente sujeta y bien afilada.
Dicho ritual es prescindible, pues soy un paraguas de gran calidad, fabricado por la célebre firma británica James Smith & Sons. Razón por la cual siempre me encuentro dispuesto y perfectamente acendrado para desempeñar el cometido para el que fui concebido.
Desde que comenzaron los crímenes, cada vez hay menos paraguas en la calle. Los escasos que hoy se cruzan conmigo, reparan con envidia en mi señorial porte y abolengo, sabedores de que, debido a sus pésimas manufacturas, no sobrevivirán un año, ni siquiera una estación, y acabarán desvencijados y abandonados en una papelera o en un contenedor de basura.
Don Cosme se enfunda en la gabardina color hueso y abre la puerta. Pocos se atreverán a salir esta noche, porque el asesino siempre actúa las noches de lluvia. Pero Don Cosme no puede pasar sin dar su paseo diario después de cenar en Lamucca: si no lo hace es incapaz de conciliar el sueño.
Cuando cesa la lluvia me sacude con un giro de muñeca para escurrirme el agua. Después me enrolla delicadamente y me ciñe la tirilla. Ahora hago las veces de bastón que Don Cosme maneja con donosura, rasguñando el suelo con mi contera agudísima que él mismo se encarga de amolar con una piedra esmeril. Lo que me convierte, por si fuera necesario, en un instrumento eficaz de defensa.
El asesino ha vuelto a actuar. Han encontrado, cerca de Lamucca, el cadáver de un hombre. Ha muerto desangrado. La vida se le fue por el tajo abierto que le surca el abdomen como un relámpago encarnado congelado en el tiempo. La sangre, obligada por el desnivel del suelo, alimentó la inmunda alcantarilla por la que no demoraron en asomar algunas ratas atraídas por el ferroso olor de la sangre derramada.
El pánico cunde entre los escasos paseantes que corren presurosos a sus domicilios.
Oímos pasos y nos escondemos en la oscuridad de un callejón. Don Cosme me blande como si fuera una espada. Alguien se acerca. El transeúnte es mortalmente estoqueado. Don Cosme limpia, por segunda vez, la contera manchada de sangre y deja el cadáver junto a un contenedor de basura en el que habrá, sin duda, algún paraguas desahuciado.