Lisbeth se acababa de teñir el pelo de rojo. Bajo el agua de la ducha veía correr la tinta aguada a lo largo de su piel. Se quedó prendada por esa visión.
Vivía en la planta baja de una residencia estudiantil y sus compañeras habían salido de fiesta.
Cuando cerró el grifo: silencio penetrante.
Su amiga Nadia se había dejado la puerta y la ventana de su cuarto abiertas. Entró en dicho cuarto y observó la oscuridad exterior.
De su pelo chorreaban gotas rojizas y, tiritando, realizó movimientos rápidos para mirar tras su espalda y tener controladas todas las perspectivas de su alrededor. Cerró la ventana enrejada y la puerta. Apoyó su espalda desnuda en ella y dirigió su mirada nerviosa al pasillo vacío al que tendría que enfrentarse. Respiró hondo y caminó con pies descalzos e inseguros, aferrándose fuertemente a su toalla. Se hizo eterno.
Durante esa eternidad espaciotemporal recordó una noche en la que tuvo una parálisis del sueño. Dormía, o eso creía; porque de pronto una presión acreciente y firme sumergía su cuerpo en el colchón. Sus ojos despertaron y podía ver cada ángulo del dormitorio. Era difuso, era borroso, pero era… era como si los músculos del párpado se contrajeran agresivamente para permitir que Lisbeth viera la realidad. Y así fue que pudo ver una sombra rápida.
A la mañana siguiente buscó sobre el tema y comprendió que era un autoengaño psicológico. Sin embargo, antiguamente, se hablaba de súcubos e íncubos: demonios nocturnos que pretendían usurparte. En los retratos pictóricos lucían grisáceos, con grandes pupilas, sin boca, encorvados y esqueléticos, posados sobre el cuerpo que observaban sufrir de impotencia.
Volviendo a la situación del infinito pasadizo, la joven, mientras avanzaba despacio, percibió un aliento en la nuca. Se giró velozmente. Luego escuchó un chirrido. Era la puerta de Nadia, que estaba otra vez abierta.
-¡No es gracioso!-se desgañitó. Hubo eco.
Se fijó en que había un hombre agarrado a los barrotes de la ventana, con la cara encajada entre ellos; el rostro prácticamente dentro del habitáculo. Lisbeth se acercó para echarle. Él, manteniendo el penetrante silencio, aproximó aún más su lunático rostro. Respiraba fuerte a través de una enorme sonrisa. Con ausencia de parpadeo, sus pupilas absorbían el ambiente. Lisbeth, perturbada por el extraño silencio del loco, corrió aterrorizada y se encerró en el baño. Apretó los ojos con desespero, pero cuando los abrió, estaba ahí delante. Parecía de otro mundo. Parecía un íncubo que había conseguido apoderarse del cerebro de Lisbeth para jugar al miedo.
Ella se desmayó y cayó sobre el lavabo.
El charco emanado de su cabeza ya no era de un rojo sutil.
El íncubo entristeció al ver concluida la tortura. Y se fue a buscar otras mentes.