Eran las cinco menos cuarto. Faltaba poco para que llegara el invitado. Me había pasado el día entero ordenando la casa y cuidando cada pequeño detalle. Creí tener todo bajo control cuando me di cuenta de la mancha sobre la alfombra. Juro que el corazón me dio un sobresalto. Aunque ya estaba descolorida, intenté quitarla humedeciendo un trapo con un poco de jabón, pero fue peor. La mancha no solo se tornó más vívida, sino que también se agrandó. Miré el reloj. Quedaba poco tiempo para tratar de encontrar una solución. Se me ocurrió cambiar de lugar alguno de los muebles para intentar cubrirla. Después de algunos intentos nada encajaba con la suficiente exactitud. La mancha parecía expandirse en una u otra dirección para quedar siempre al descubierto. Miré la hora nuevamente, ya era tarde para cancelar la invitación. Me devané los sesos tratando de encontrar alguna excusa, acaso alguna explicación. Ya no tenía escapatoria, lo inevitable estaba por suceder otra vez. La mancha estaba ahí, esperando. Las cinco en punto. Sonó el timbre. Abrí la puerta y ensayé un breve saludo. Una mueca de horror y resignación acompañaron la entrada del invitado. Antes que pudiera darse cuenta de nada, le asesté un golpe seco y contundente. Se desplomó pesadamente sobre la alfombra. La mancha fue tomando color otra vez.