Cualquiera diría, pensó Medora, que el clima se había ajustado a la noche de Halloween.
Ella y sus cuatro mejores amigos habían decidido pasar la noche de brujas en vela explorando un antiguo castillo abandonado, el cual se alzaba imponente sobre los cinco jóvenes, bajo el caer de la lluvia que estaba a un grado menos de convertirse en nieve, y el rugir de los rayos y truenos que retumbaba en el pecho de todos y cada uno de los presentes.
El terror comenzó tan pronto como todos ellos hubieron cruzado el portón, el cual se cerró de golpe provocando un sonido seco y ensordecedor. Y de aquel estruendo nació una dulce melodía entonada por una voz femenina, que parecía provenir del fondo del oscuro pasillo frente al que ahora se encontraban. Luisa comenzó entonces a sufrir un ataque de pánico, así que decidieron dividirse: Amias se quedaría cuidando de ella mientras el resto del equipo exploraba el origen del canto.
La avanzadilla de exploradores estaba liderada por Medora, con Jonás protegiendo sus espaldas e Isaías en la retaguardia. La melodía sonaba cada vez más cercana a ellos, pero esta se vio interrumpida por un golpe seco a sus espaldas; cuando se giraron, observaron con horror dos charcos de sangre donde antes estaban sus dos amigos. Y, cuando volvieron a encararse a los adentros del palacio, las cabezas de Luisa y Amias sonreían tenebrosas a sus pies. No gritaron, quizá, porque estaban demasiado asustados, o quizá fue porque la dulce y tétrica melodía volvió a sonar tan pronto como los tres supervivientes tomaron aire.
Con lágrimas en los ojos, los dos primeros continuaron avanzando, sin darse cuenta de que Isaías se había arrodillado junto a los restos de sus amigos, y que llorando amargamente se disponía a gritar desafiante a lo que fuera que los había matado. Sin embargo, de nuevo, según hubo inhalado, del suelo brotaron millones de moscas que se introdujeron en su boca y orejas. Isaías chilló y se convulsionó y, al poco tiempo, murió.
Y de sus muertos labios brotó un hilo de sangre que fue ganando caudal hasta convertirse en un imposible río de litros y litros. La pareja trató de huir, pero tan pronto como Jonás vio que era en vano, frenó en seco y aupó a la joven al alféizar de una ventana lo suficientemente alto como para escapar al ahogamiento. Él la miró desde el suelo y sonrió justo antes de ser arrollado por una potente ola de plasma, muriendo en el acto.
Una vez las aguas se hubieron calmado, Medora vio frente a sí un lago de sangre que cubría toda la planta en el que flotaban los cadáveres de sus amigos. Y a través de las lágrimas vio acercándose desde la distancia una barca navegando la sangre y sobre esta, un demacrado barquero cubierto por una túnica negra, que una vez hubo llegado a donde ella estaba, le colocó sendas monedas en los ojos y le dijo:
-Reúnete con ellos.