El zurdo adefesio
El restaurante estaba cerrado. Llegué tarde y aquello moriría.
Por los cristales, el árbol de navidad lucía sus intermitentes luces que se reflejaban en mi piel. Sus adornos parecían efigies ahorcadas, muertas por asfixia. Era el árbol navideño más espeluznante: sombrío y con una sequedad que apestaba a muerte; grotesco y con estrellas que emanaban obscuridad. Pero el restaurante estaba cerrado.
Escuché los malditos ecos de un coro que vomitaba canciones de temporada, y entonces, avancé por la nieve, sucia, y obscurecida por la mugre.
Debía rescatarlo de su destino, allanar el lugar, y tal vez aprovechar la ocasión para robarme aquellas emociones que años de trabajo me habían quitado.
—¿Hay alguien ahí?
—Soy yo.
—¿Quién yo? ¡Identifíquese!
—Tu sabes quien.
—Ah; es usted. Lo estaba esperando, sígame —dijo mientras su desfigurado rostro, al que nunca me había acostumbrado, producía el asco suficiente para vomitar miedo.
La cocina estaba limpia, brillaba reflejando la pulcritud obsesiva de una mente repugnante. Me adentré en el sombrío recuerdo: debía dejarlo escapar o rescatarlo de su inexorable destino; dilema profundo de una conciencia plagada de insufribles dudas.
—Le prometí guardar el secreto —dijo el abyecto desfigurado—. ¿Ha tomado la decisión? ¿Me ayudará?
—No lo he decidido —respondí.
—Es usted el elegido pues nadie tiene que saberlo, nadie debe.
Cuchillos de todo tipo adornaban la pared. Algunos de titanio para desollar, otros tantos, de hoja ancha, flexibles para picar, y alguno que otro de hoja delgada y curva para deshuesar. Recordé la sangre rutinaria: burbujeaba, aturdía la nariz de un aroma ácido, y explotaba vertiendo sus rojizas gotas, en la profunda conciencia de los que miraban el sacrificio.
Las voces navideñas, ahora lejos, infectaban la madrugada de un áspero canto de falsedad. Acaricié la superficie, y una vez más, comprobé la retorcida limpieza de aquella plancha de acero, testigo de incontables muertes.
El restaurante seguía cerrado. Así no debía morir.
Me agarró por el cuello, y comenzó a robarme la vida. Recuerdo sus amarillentos ojos, gritaban reclamos por algo de lo que yo no era culpable. Caímos sobre la plancha agitando los cuchillos que desbordaban ansiedad. Fue quizás, el destino pueril de su malgastada vida, no lo sé: el deshuesador cayó cerca de mi mano izquierda. Lo clavé profundamente dejando su órbita expuesta.
Un grito avasallador interrumpió los cánticos lejanos. No tardó mucho en desangrarse, y entonces, palideciendo, la vida de aquel monstruo abnegado huía.
Las voces tiernas cantaban de alegría, el árbol navideño reflejaba la podredumbre;
El maldito monstruo, en la soledad de su discurso, navegaba por los abismos de su imaginación.
El restaurante estaba cerrado.