A veces, los deseos se hacen realidad. Pero cuando es así, cabe la posibilidad de que lo hagan de forma literal. De ahí que haya que andar con precaución cuando se desea algo con mucho fervor.
Solo la casualidad provocó que a ambos nos conviniera quedar en Lamucca Almagro esa misma noche para la que debía ser nuestra última cita. Quería terminar con todo. Deseaba con toda mi alma que aquel hombre desapareciera para siempre y con él, la bestia que llevaba dentro.
Llegué primero para ocupar un lugar discreto; a nadie más que a nosotros podía importarle lo deseaba escupirle a la cara: «Nunca me sentí menos mujer que estando contigo. Quiero que desaparezcas de mi vida. Lo siento por ella; no te conoce como yo».
Entró en el local a hurtadillas igual que entró en mi vida; lo mismo que ahora anhelaba salir de ella sin dar la cara, como si todos esos años de tortuosa relación pudieran borrarse de un plumazo por mucho que pudiera desearse.
Mientras pronunciaba aquellas frases, él, con una sonrisa cínica, hurgaba con su dedo en una de las llagas de entre los ladrillos. Era una costumbre muy suya: también hurgaba en los sentimientos de los demás hasta hacerlos añicos. Por suerte para mí, ya no quedaba nada de lo que llegué a sentir.
De repente, aquella despreciable sonrisa desapareció de su cara para dar paso a una mueca de pánico. Comenzó a dar alaridos mientras su brazo era engullido por la pared debido a una extraña fuerza. Gritaba y desaparecía, gritaba y desaparecía…
En dos segundos solo quedó a la vista parte su mano derecha, como si fuera un macabro adorno en forma de percha. Aproveché para tirar de su anular y lo despojé de la alianza, antes de que se perdiera por completo.
Un camarero apareció a la carrera.
—Hemos oído gritos —dijo— ¿ocurre algo?
—¡No! —respondí con una sonrisa—. Era un conocido, actor de teatro, que lleva años representando la misma obra de terror. Ya se marchó.
El camarero me miró con incredulidad mientras yo mantenía la misma sonrisa intentando recuperar de mi memoria una curiosa costumbre.
—Por favor, ¿me traes una copa de champán?
El camarero se alejó en silencio, supongo que no muy convencido con mi explicación, trajo mi copa y volvió a marcharse. Cuando la tuve delante conseguí recordar: «Se asegura la buena suerte brindando con champán y para conjurar el amor conviene poner algo de oro en la copa, mejor un anillo, en el momento del brindis».
Puse dentro su anillo y brindé por mí.