La noche era sofocante. El hielo del whisky refrescó mis labios y el licor pasó por mi garganta llevándose los problemas. Varios sorbos más terminaron el trabajo y caí en un profundo sueño sobre mi viejo sofá de terciopelo.
Algo me despertó sobresaltándome. Una extraña sacudida. Algo viscoso entrando por mi oído. Me miré en el espejo. No vi nada. Sin duda debía de haberlo soñado. Este último encargo estaba acabando con mis nervios.
Caí sobre la cama. Cerré los ojos.
Cuando los abrí, era de día. El sol de la mañana inundaba la estancia y aumentaba la sensación de vértigo. ¿Este dolor de cabeza solo con un whisky? Sin duda, me hacía mayor.
Me refresqué la cara para volver en mí y al verme en el espejo me estremecí. Era como si estuviera mirando a un desconocido. Era mi cara sí, pero esa mirada… Volví a echarme agua en la cara pero la mirada no desapareció. Le quité importancia.
El olor del café agudizó mis sentidos. De repente, mi mente se trasladó a las calles. Personas que pasaban junto a mí observándome, personas que me miraban a través del cristal de un restaurante, a través de los cristales de los coches. Miradas que se clavaban en mí como cuchillos de hielo. Y ruido, mucho ruido. Y coches.
Cogí mi chaqueta y cerré la puerta. Mis ojos miraban al infinito, con esa mirada que no era mía. Salí del portal. Vi pasar a la gente, el ruido, los coches.
Crucé la calle. Escuché el frenazo. Sentí dolor. Luego, ya no sentí nada. Sólo algo viscoso saliendo de mi oído, reconfortándome en la dulce espera de la muerte.