Estaba en mi puesto de trabajo: la cocina.
Llevaba unos días agitados de mucho ajetreo. Es lo que tiene el querer cocinar solo. Cuando entró el jefe del restaurante, su cara mostraba algo extraño que hasta ahora no había observado.
<>, pensaba al mirar su cara.
–Fermín no sé cómo lo haces. Aquí solo, sin ningún ayudante. ¡No lo entiendo! Pero tengo que reconocer tu éxito. Ya son seis los comensales que insisten en que es el mejor cocido que han probado nunca. ¡Sigue así! –le instaba su jefe con la mejor cara que le había visto hasta la fecha–. ¡Pon cuatro raciones más de cocido!
–¡Oído cocina! –contesté yo–. Ahora sí me permite, tengo mucho trabajo. Pero agradezca de mi parte a los clientes su opinión.
–Sí, sí, faltaría más. ¡Sigue así! –me animó mi jefe.
Fui al enorme congelador que tenemos a por más carne. Necesitaba de la que guardo en el arcón, justo al fondo. Abrí el cerrojo con la llave que siempre llevo conmigo. Saqué una pierna. Era la última.
<>, me dije a mí mismo.
Me puse a partirla con mi machete extra afilado. Me encanta el ruido que hacen los tendones y los huesos al partirse. Saqué carne para un par de cocidos más.
A última hora, cuando el jefe y los camareros se habían marchado ya, salí afuera del restaurante con mi utensilio de trabajo favorito: mi machete. Todavía estaba impregnado de sangre de la carne que partí para la cena, la última pierna.
Me escondí en el callejón. Pasó una señora.
<>, pensé.
Al poco rato pasó una muchacha, una niña más bien, no tendrá ni trece años.
<>, decidí mentalmente.
Cuando llegó a mi altura salí de sopetón y no le dio tiempo ni a chillar. Le tapé la boca, la arrastré hacia el callejón y le rebané el cuello en un abrir y cerrar de ojos. La sangre saltaba con la misma velocidad que la vida se le escapaba.
<>, pensaba mientras metía el menudo cuerpo de la niña en el arcón del fondo del gran congelador al que solo yo tenía acceso.