No podía dejar de pensar en la sangre que goteaba en aquel sótano. Todo había pasado muy rápido. Era de noche, una noche de brujas, de esas noches en las que el insomnio solía visitarme cual amante ferviente. Normalmente, tardaba bastante en volver a dormirme y más cuando siempre oía los ronquidos de mi padre taladrando las paredes.
Algo alteró mi piel y mi ánimo. No sé exactamente qué fue, pero me alcé de la cama nervioso y con los latidos perforando mis tímpanos. Escuché en el silencio, a ver si algo, cualquier ruido, podía darme alguna pista de qué era lo que me había sobresaltado. Nada. Solo el silencio me susurraba. Abracé con fuerza mi peluche, a mi oso azul. Me lo había regalado mi hermana cuando cumplí cinco años. Ahora estaba viejo y sin ojos.
De nuevo la piel se me erizó. ¿Sería posible? Me levanté con cuidado de no hacer ruido; prácticamente de puntillas llegué hasta la puerta. La abrí suavemente, atento a todo. Asomé la cabeza. Un largo pasillo llevaba hasta las escaleras. Todo estaba en la más completa oscuridad. Un gemido llegaba desde allí. Me acerqué suavemente.
—Papá, te dije que SILENCIO. No deberías haber subido. Te advertí, igual que a mamá y que a la teta, que te quedaras allá abajo. —Chasqueé la boca con desagrado. Mi padre gimió de terror.
Con tranquilidad, cogí el hacha, que descansaba en la pared, con sangre y pelos adheridos a su hoja, y la dejé caer sobre su cabeza. Ahora tendría que limpiarlo todo. ¡Qué desastre! Pero ya mañana. Con el oso de peluche bajo el brazo, volví a mi habitación, cerré la puerta y me metí en la cama. Miré a mi amigo azul y le sonreí:
—¿Sabes qué? Tengo unos ojos preciosos azules para ti, ya verás cómo te gustan.
Y, ya relajado, sabiendo que nada más me molestaría aquella noche, cerré los ojos y me entregué a un plácido y reconfortante sueño.