Llegó a su cita con mucha antelación aquella tarde extraña que sintió poseer el poder de estirar el tiempo. Tener el coche en reparación le había obligado a acudir en metro y, acostumbrada al tráfico intenso de la ciudad, no había sabido calcular el tiempo necesario para el camino. El metro fue otra medida distinta para su tiempo. Ya en la superficie miró su móvil para ver la hora y pensó cómo iba a entretener tanto tiempo inútil. Cuarenta minutos.
Miró a su alrededor buscando alguna cafetería pero su vista se detuvo en un comercio que parecía ser nuevo. Nuevo es un decir, pensó, porque tenía toda la apariencia de llevar allí un siglo. No sabe qué le llevó a la puerta. Era una tienda de antigüedades. Decidió entrar solo por curiosear y matar el tiempo.
Miró toda una galería de recuerdos ajenos que luchaban por durar detrás de las vitrinas. Aún quince minutos para la cita. El anticuario pone en venta objetos con historia, se dijo para si.
Abanicos con firmas de toreros que han sobrevivido a la mujer de mantilla, pitilleras de plata con iniciales grabadas, alhajas de oro viejo diseñadas por un desaparecido. Diez minutos.
Relojes, cachimbas, estilográficas, cartas nobles de amores vulgares.
Un viejo, dueño de tanto residuo, con esa voz inconfundible de las pesadillas y esa lengua bífida de tiempos, ante el vago interés de la visitante, acomodaba el precio de todo pidiendo cada momento menos por algo que cada vez, decía, vale más. Seis minutos.
Necesitaba un leve descanso. Perder algunos años de la suma total de siglos que habitaban en ella. Cinco.
Salvarse de esas garras artrosis incurable, de esa mirada, resquemor puro, cuatro, de ese lapidario, de ese museo-mausoleo insolente donde todo se revuelve en compañías impertinentes. Y aquel espejo. Tres.
Mira una vieja foto. Una mirada límpia que el color sepia distorsiona en el daguerrotipo la mira ahora. De frente. Una frente a otra. Dos.
Dos ojos que la desarman, que la hacen desprenderse del tiempo real, desasirse del espacio, del aire. Uno.
Una atracción irresistible hace que robe esa imagen. Y deja en su lugar el billete del metro que aún tenía en su mano. A través del cristal mira la calle y ve que su cita la espera. La espera. La calle. El otro lado del cristal. Ninguno. Se acabó el tiempo.