Desde la nube más blanca observaba a los humanos. Al morir, algunos suben y otros bajan. Una noche, me asomé a la orilla, vi a una niña que lloraba mientras dos hombres le arrancaban la ropa. Arrojé una estrella que mató a su padre, pero el otro hombre escapó.
Él me castigó y robó mis alas. Seguí siendo juez y verdugo. Regresó a amenazarme con hacerme caer, le propuse un trato: Yo cambiaría, si creábamos un mundo justo. Aceptó el reto y puso las reglas.
La primera muerte fue de una mujer vieja, vivió feliz y fue gentil con todos. Acepté que su muerte era justa.
La segunda muerte fue de un bebé, sufrió desde su nacimiento y vivió en un hospital. Él aceptó que su muerte era injusta.
La tercera muerte era la de un hombre cruel, estaba agonizando. Fue un cerdo, podías ver el excremento entre sus manos, la inocencia que se robaba, el dolor y el llanto de los niños que devoró. Fue profesor y los padres de sus alumnos lo alimentaban a diario con los cuerpos de sus hijos.
Él se levantó y celebró su victoria, al morir el cerdo, el mundo sería un lugar justo. No lo acepté, el cerdo vivió muchos años e hizo sufrir a niños indefensos. Le pregunté: “¿Qué hay de justo en un mundo donde los niños inocentes mueren y un ser deplorable vive durante años y dedica su vida a herir a los demás?”
Una niña y su listón blanco entraron a la habitación del cerdo, le pidió que fuera una niña buena, la sujetó y las espinas del cerdo hicieron sangrar a la niña. Ella gritó de dolor y me despedí de mi nube. Él ganó.
Caí, no paré hasta llegar a las tinieblas. Tomé mi última pluma y la incendié. Subí, miré al cerdo y con el fuego lo quemé. Seguía siendo el juez, llamé a las almas de los niños que hirió y bajaron volando del cielo, lo sujetaron y sus plumas se consumieron, sus alas quedaron desnudas y furiosas. El último verdugo se puso de pie, la niña se quitó el listón de su cabello y lo amarró en el cuello del cerdo. La niña cambió y se convirtió en una mujer, llamó a su padre y él salió del infierno. Se miraron y ella le pidió que lo asesinara. “Mátalo”, gritó. Los dos tiraron del listón hasta que se volvió rojo. Era diciembre y todos ardimos en el mismo fuego.
Bajé y me volví como ellos. Al morir, la niña del listón llegó a mi reino y me lamenté por verla ahí, era una mujer muy vieja y vivió feliz. Ella me sonrió y me susurró: “Esperaba que existiera el infierno, aunque yo terminara en él. El primero de diciembre de aquel año, me regresaste mi vida. Tenemos un poco de destino y de justicia en nuestras manos y, aunque es muy poco, con eso alcanza”.
JUSTICIA.