Con mangueras de oxígeno en las fosas nasales desperté en una austera cama de hospital. Mi cabeza vendada era un remolino de recuerdos desperdigados y brumosos. Me recordé atrapada en una endemoniada avioneta que parecía partirse en dos, y reviví la angustia del súbito aterrizaje que realizamos en una extensa llanura.
La enfermera me encontró gritando con el rostro lacrimoso, y se abalanzó sobre mí para frenar mis manotazos. Solo me tranquilicé cuando supe que mi esposo también había sobrevivido, aunque se recuperaba de una cirugía.
Dos semanas después el médico consintió que fuese en silla de ruedas a verlo. Estaba emocionadísima, sin embargo, cuando llegué a la habitación ocurrió algo inconcebible, el hombre que reposaba en la cama, sonriéndome y llamando “cariño”, no era mi esposo.
Me quedé agarrotada, con la voz estrangulada; creí que perdería la consciencia. Los presentes aseguraron que mi reacción se debía a la fuerte emoción del reencuentro. Yo solo me preguntaba que qué maldita conspiración era aquella. El impostor estrechó mi mano lloriqueando y dando gracias a Dios; sentí escalofríos pues su apretón era muy similar al de mi esposo. Me calmé y fingí que todo estaba bien.
Durante las infinitas horas de mi recuperación consideré cientos de hipótesis. Me preguntaba dónde estaría mi esposo “¿secuestrado?”, el pánico me carcomía.
Pasadas otras dos semanas volvimos a casa, ambos con escayolas; el impostor en un brazo y yo en un pie.
Me dediqué a observarlo hora tras hora y descubrí que conocía la casa con una precisión inquietante. Por las noches, tiesa en mi lado de la cama, lo vigilaba temiendo que intentara asesinarme. Cierto día se atrevió a preguntarme que por qué me había vuelto tan seca y meditabunda; hasta me sugirió que acudiera al psicólogo. Entonces deduje que quería declararme enferma mental para quedarse con mi incalculable fortuna heredada.
El tiempo corrió sin respuestas y yo alcancé niveles insufribles de intranquilidad. Así que cuando le quitaron la escayola y empezó a ir a terapia física, fragüé un plan.
Con un antiguo jarrón de grueso cristal cogido firmemente entre mis manos lo esperé detrás de la puerta del recibidor y se lo estrellé en la nuca rogando no matarlo. Un trozo de vidrio quedó atorado en su cuero cabelludo, pero aún tenía pulso.
Sudorosa, lo arrastré a la habitación y lo até de manos y pies a la cama. Era repulsivo oler el perfume de mi marido en aquel farsante.
—¡¿Dónde está Sergio?! Más te vale que me lo digas ¡Ya! —le gruñí rabiosa, amenazándolo con mis enormes y afiladas tijeras de jardinería.
—¡Te has vuelto loca mujer! ¡Soy yo! —dijo él entre gritos desquiciados.
No sé cuántas horas transcurrieron, pero pronto el embaldosado se cubrió de pedazos del impostor, incluyendo su cabeza. La sangre brillando me provocaba verdadera náusea. El impostor, con llantos lastimeros, insistió hasta morir que sí era mi esposo.
Hoy, escribo este relato desde un psiquiátrico, esperanzada en que alguien me crea y encuentre a mi marido.