LA LLAVE
Vuelven a preguntarle si está seguro de seguir adelante. Asiente. Uno de los asistentes ata las cadenas alrededor de su cuerpo. Con un sonido metálico las esposas se cierran alrededor de sus muñecas y le inmovilizan las manos. Hacen otro tanto con sus pies. Por primera vez, una ligera inquietud le oprime el estómago. Instintivamente acaricia la hebilla del cinturón. Un grito que sube desde la lancha interrumpe sus pensamientos. Todo está listo para que se inicie el espectáculo. El público, ansioso, se aprieta contra la baranda y observa en silencio los preparativos. Lo introducen en un ataúd de acero. Un escalofrío lo recorre cuando la tapa clausura la luz y los sonidos se apagan. Lo ha hecho una docena de veces; aunque lo parezca, no es un truco difícil. La ganzúa abre todo en un santiamén. Lo demás es tiempo calculado para impresionar al público y hacer más espectacular la prueba.
Siente que izan la caja. Es el momento en que debe tomar la ganzúa oculta en la hebilla del cinturón y abrir los candados. Cuando el ataúd caiga al agua y empiece a sumergirse tendrá que estar desatado y accionará el último cerrojo que libere la tapa de la urna. Para entonces cuarenta y cinco segundos habrán transcurrido y dispondrá de otros treinta para, con la respiración contenida, emerger de los tres metros de profundidad en que estará depositado.
El ascenso del cofre finaliza. Afuera todo es expectación, adentro, tinieblas. El siseo de la respiración agrega inquietud a su soledad. La ganzúa, ya fuera del cinturón, inicia el camino hacia la cerradura en la muñeca izquierda. La mano derecha, por primera vez humedecida, carece, esta vez, de firmeza para destrabar el mecanismo. Vuelve a intentarlo dos, tres veces. Luego de un leve sacudón la caja inicia la caída y segundos después choca con violencia contra el agua. La llave resbala de entre los dedos y cae en alguna parte bajo su cuerpo. Los brazos encadenados la buscan con torpeza y ansiedad, pero lejos del objetivo. Está sumergido con la cabeza hacia abajo y siente la llave cerca de la nuca. Intenta darse vuelta pero el espacio es estrecho y sus hombros demasiado anchos. Comienza a sudar profusamente y los movimientos a hacerse bruscos, desesperados. El ataúd se ha apoyado suavemente en el lecho del lago sin dejar de moverse. Calcula que han transcurrido ya cincuenta segundos. Debería estar nadando hacia la superficie. La ganzúa se mueve ahora bajo la espalda como en una danza macabra. Desespera y pierde el control. Empuja con fuerza la tapa del ataúd, que no cede. Abre la boca y, entre gemidos, aspira bocanadas de un oxígeno cada vez más escaso. Llama a alguien, el grito rebota en las paredes metálicas y se transforma en un alarido espantoso. Un peso enorme le oprime el pecho. La llave, en irónica pirueta, vuelve a sus manos crispadas y quietas, mientras la multitud contempla la superficie mansa del lago con la respiración contenida.